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A propósito de la semana de la afrocolombianadidad, la pregunta es: ¿Colombia es un país racista?

César Rodríguez Garavito, coordinador del Observatorio de Discriminación Racial, analiza en exclusiva para semana.com las formas de racismo en Colombia.

Con el nombramiento de la primera ministra negra de la historia colombiana se alborotó el avispero del tema del racismo en Colombia. Que es una avivatada más de Uribe para ganarse los congresistas de la bancada afro en el Congreso gringo que deciden el TLC, dicen unos. Que es un reconocimiento al aporte de la cultura y las comunidades negras, dicen otros. Que es las dos cosas al tiempo, afirman los conciliadores.

De lo que se ha hablado menos es de dos hechos recientes que, más allá de la coyuntura política, apuntan al fondo del debate del racismo en Colombia. El primero es la celebración por estos días de la semana de afrocolombianidad, que ha servido para desempolvar las cifras sobre discriminación racial y las reclamaciones de oportunidades y tierras que vienen haciendo las comunidades negras desde hace rato.

El segundo fue la visita que hizo al país la semana pasada el Relator Especial sobre Racismo y Xenofobia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). El Relator vino en misión oficial para recoger información de las comunidades y organizaciones afro, ONG, el Estado y la academia, sobre la realidad del racismo en Colombia. Con base en ella, la Cidh producirá un informe que puede ser tan grave como el que publicó en su última visita en 1997, cuando habló duro sobre la desigualdad económica y el desplazamiento forzado de la población negra.

Lo que las dos noticias tienen en común es que cuestionan la idea popular del paraíso multirracial colombiano. De hecho, se trata de uno de los mitos fundadores de la identidad nacional. Así lo muestra un reciente libro de Alfonso Múnera, Fronteras imaginadas, en el que el conocido historiador cartagenero deja sin piso lo que llama ?el viejo y exitoso mito de la nación mestiza, según el cual Colombia ha sido siempre, desde finales del siglo XVIII, un país de mestizos, cuya historia está exenta de conflictos y tensiones raciales?.

En realidad, como lo muestra Múnera, las poblaciones afrodescendientes e indígenas eran muy numerosas bien entrado el siglo XIX. De allí que el discurso y el proyecto histórico del mestizaje fueran impulsados por los gobernantes e intelectuales de la época precisamente para ?mejorar la raza? mediante la mezcla con los blancos y diluir la influencia de grupos indígenas y afros que podrían amenazar el poder de las elites blancas andinas. Por tanto, la idea de unidad racial mestiza sobre la que se fundó la identidad nacional contenía desde el siglo XIX la misma contradicción evidente hoy día. Mientras afirmamos que Colombia es una sociedad híbrida, las cifras y la experiencia cotidiana revelan una sociedad fragmentada y atravesada por el racismo, desde el Chocó hasta el Chicó.

Se trata, sin embargo, de dos racismos distintos. El de Chocó es el racismo del apartheid geográfico: el de las formas sutiles y no tan sutiles de segregación espacial que mantienen a los afrocolombianos en zonas marginales del país y de las ciudades. Es el racismo de Cali, con su negrísimo barrio de Aguablanca, tan segregado como los townships surafricanos donde la población negra fue confinada por el Estado en tiempos del apartheid. Es el racismo del barrio Nelson Mandela de la turística Cartagena. Y el del mismo Chocó, con su 85 por ciento de la población afrodescendiente y un índice de desarrollo humano que compite con el todavía más negro Haití.

De ahí que el movimiento y los académicos afrocolombianos hablen de un ?racismo estructural?. Como lo dijo Carlos Rosero, líder del Proceso de Comunidades Negras, al comentar el escándalo de la muerte de más de 40 niños chocoanos por física hambre en meses pasados: ?los municipios más pobres y atrasados del país tienen rostro, el de negros e indígenas que han vivido en una desigualad histórica que no se resuelve con medidas coyunturales.?

Las cifras del informe de la última misión de la Cidh así lo demuestran. Las tasas de analfabetismo y de mortalidad infantil entre los afrocolombianos son tres veces más altas que las del resto de la población. El 76 por ciento vive en la extrema pobreza, y el 42 por ciento no tiene empleo. Y el sistema educativo reproduce eficazmente semejantes desigualdades: sólo dos de cada 100 jóvenes afro llegan a la universidad.

Si pasamos de Chocó al Chicó, el racismo cambia de forma, pero es tan profundo como el del apartheid geográfico. Es el racismo de los dueños de las discotecas ?bien? que les dan órdenes a sus ?bouncers? para que ?no dejen pasar negros?, como siguen haciéndolo en Cartagena, a pesar de las tutelas. Y el que sale a relucir en comentarios a revistas como ésta (?negro con hambre no trabaja, y lleno, menos?, respondió un lector a un blog sobre el tema), o en tantas opiniones en programas radiales (?negro que no la hace a la entrada, la hace a la salida?, fue toda la crítica que atinaron a hacer varios en La W a unas declaraciones polémicas de Piedad Córdoba en México).

Como en los tratamientos sicológicos contra problemas de identidad individual, la solución a este mal de identidad colectiva comienza por superar el estado de negación. El primer paso hacia la protección real de los derechos de los afrodescendientes es reconocer las formas sutiles y no tan sutiles en las que se manifiesta el racismo en la práctica cotidiana, desde el lenguaje hasta las relaciones laborales y familiares. Mientras esto no suceda, Colombia seguirá viviendo del mito de la democracia racial.

*Profesor de la Universidad de Los Andes y coordinador del Observatorio de Discriminación Racial. El Observatorio es un espacio de investigación, discusión y acción organizado por el Proceso de Comunidades Negras (PCN) y la Universidad de Los Andes, en asociación con el Centro DeJusticia y el apoyo de la Unión Europea. Para más información, véase http://odr.uniandes.edu.co/

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