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Acoso sexual (I)
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | Junio 13, 2011
NOS ACOSAN LAS NOTICIAS SOBRE acosadores sexuales. Y no puedo sacármelos de la cabeza.
¿Qué estaría pensando Dominique Strauss-Kahn (DSK) al perseguir hasta la cama a una subalterna del FMI en 2008, o al acosar a una joven periodista francesa que lo culpa de intento de violación? ¿Qué haría para que una humilde camarera africana juntara el coraje para acusarlo de lo mismo? ¿Cómo se le ocurre a Anthony Wiener, el incisivo congresista gringo, enviar fotos de su abultada entrepierna a sorprendidas admiradoras por Twitter?
Con tan ilustre compañía, Berlusconi ya no siente la soledad del poder, que lograba consolar con las adolescentes en ligueros contratadas para sus fiestas privadas. Al fin y al cabo, il Cavaliere fue quien, al ser interrogado sobre el alza en los delitos sexuales en Italia, respondió: “Es que no tenemos suficientes soldados para evitar las violaciones, porque nuestras mujeres son demasiado hermosas”.
Algunos explican la ola de escándalos con argumentos psicológicos: se trata de individuos enfermizos, enceguecidos por el poder. Pero esquivan las preguntas sociológicas difíciles. ¿qué tipo de cultura, de reglas, y de relaciones entre hombres y mujeres alientan a los acosadores? Durante años, la complicidad de italianos y franceses, o de instituciones como el FMI, permitieron que las estelares carreras diurnas de Berlusconi y DSK subieran a la par con sus carreras de cazadores nocturnos.
Es la misma complicidad colectiva que está detrás del tremendo mutismo sobre los casos de acoso en Colombia. No hay cifras ni historias fidedignas sobre el asunto. La legislación es inadecuada y las sanciones, inexistentes. A pesar del trabajo de las organizaciones feministas, se cuentan con los dedos de una mano las periodistas y opinadoras (casi todas mujeres) que son dolientes de la cuestión.
Pongo mi granito de arena escribiendo tres columnas sucesivas, cada una sobre uno de los mencionados temas: la cultura, las reglas y las diferencias de poder entre hombres y mujeres que explican la tolerancia con el acoso.
Comencemos con la “cultura latina de la seducción”, como la llamó por estos días la editora de la revista Elle. La que los latinoamericanos compartimos con franceses e italianos, y cuyos rasgos se hicieron visibles al chocar con la cultura de EE.UU. en el arresto de DSK en Nueva York, que desencadenó una profunda discusión sobre sexo y poder a ambos lados del Atlántico.
El debate ha mostrado que la cultura latina tiende a considerar los líos sexuales como asuntos privados. Eso tiene algo de bueno: no hay cruzadas moralistas extremas contra políticos, como la que se armó contra Bill Clinton, o ahora contra Wiener. Pero tiene algo terrible: ignora y silencia lo que ocurre tras las puertas de la habitación o la oficina, donde las mujeres quedan libradas a la ley del más fuerte, que en una sociedad machista es el jefe, el colega, el cliente. Eso es lo que hace tan llamativo el caso de DSK, porque en Francia o en Colombia es probable que la denuncia no hubiera salido nunca de las discretas puertas de un hotel de lujo.
También por eso, las mujeres no tienen cómo contar en público las historias de acoso. Cuando lo intentan, se estrellan con una fila de guardianes de la privacidad (del victimario), que les aconsejan guardar silencio. Así lo hicieron la madre de la periodista que DSK intentó violar, y la editorial que censuró el libro en el que la víctima contaba la historia.
De ahí que el caso DSK haya desatado la lengua de las francesas. En periódicos como Libération, no han parado de contar las historias represadas de acoso sexual, y de las vejaciones que son comunes allá y acá, como aguantarse los piropos indeseados, capotear los diminutivos condescendientes, o soportar comentarios como: “Te lo apruebo, pero sólo porque tienes esos ojazos”.
Lo cual no significa que no haya espacio para la seducción. Pero eso queda para la próxima columna.