"Bojayá sintetiza las crueldades de nuestro conflicto armado, pero también la resistencia de nuestras comunidades victimizadas y de su dura lucha por alcanzar una paz digna, que avance en democracia y justicia social". | EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda
Bojayá
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | Enero 12, 2020
Bojayá sintetiza las crueldades de nuestro conflicto armado, pero también la resistencia de nuestras comunidades victimizadas y de su dura lucha por alcanzar una paz digna, que avance en democracia y justicia social.
Como es conocido, Bojayá padeció una de las masacres más terribles de este conflicto armado, cuando en mayo de 2002, en un enfrentamiento contra los paramilitares, las Farc lanzaron sin ninguna precaución varios cilindros bomba contra el casco urbano. Uno de ellos cayó en la iglesia, en donde se refugiaba parte de la comunidad, matando a 79 personas e hiriendo a muchas más. Otras personas fueron asesinadas en esos días, por lo que las muertes superan el centenar. Estos crímenes de guerra ocasionaron desplazamientos forzados y tuvieron un terrible impacto sobre los sobrevivientes.
La comunidad sufrió este fuego cruzado frente a la indolencia gubernamental, pues la Defensoría del Pueblo había alertado infructuosamente de los riesgos de esos enfrentamientos. Por eso el Consejo de Estado, sin negar la responsabilidad de las Farc y de los paramilitares, condenó igualmente al Estado colombiano por no hacer lo necesario para prevenir esta masacre.
En todos estos años, la comunidad de Bojayá ha resistido y ha exigido que los culpables asuman sus responsabilidades. Y le ha apostado a la paz: más del 95 % de quienes votaron en el plebiscito apoyaron el Acuerdo de Paz.
Esos esfuerzos parecían ir logrando ciertos frutos: las Farc, en diciembre de 2015, aceptaron sus culpas y pidieron perdón a la comunidad. Hace pocas semanas, la comunidad pudo hacer el sepelio colectivo de sus víctimas, pues solo después de 17 años se pudo lograr la adecuada identificación de los restos mortales.
Estos avances están en peligro: la guerra está retornando a Bojayá, pues el Eln y el Clan del Golfo se disputan ese territorio, y existen riesgos de que ocurran hechos tan trágicos como los de 2002, frente a una indolencia gubernamental semejante.
Leyner Palacios, uno de los líderes de Bojayá, en una poderosa columna publicada en este diario hace pocos días y en varios trinos, denunció estos peligros que enfrenta su municipio y muchos otros del Pacífico. Con gran lucidez, Palacios señala que la incapacidad o falta de voluntad del Gobierno por implementar el Acuerdo de Paz y copar los territorios dejados por las extintas Farc ha puesto a Colombia en una disyuntiva: permitir que la violencia recrudezca o afianzar la paz. Y como él y su comunidad optan por la paz, entonces Palacios hace duros pero justos reclamos a los distintos actores.
Al Gobierno le exige cumplir el Acuerdo de Paz como elemento esencial para satisfacer los derechos de las víctimas y eliminar los factores generadores de la violencia en la región. Al Eln le recuerda que las regiones están agotadas de dolor y que no es la guerra sino la movilización social la que permite luchar contra la inequidad social; por eso le reclama el respeto a la autonomía de las comunidades y que urgentemente haga gestos de paz. Al Clan del Golfo le pide que avance en su anunciada decisión de acogerse a la justicia. Y a todos nosotros nos recuerda que la “guerra solo beneficia a los poderosos que no exponen sus vidas ni las de los seres queridos en el inútil combate. La paz con justicia social nos favorece a todos y todas”.
Son palabras dolidas y sabias: los colombianos, especialmente quienes no hemos padecido la guerra con la intensidad que han sufrido estas comunidades, debemos escucharlas y apoyar sus llamados. Y el Gobierno debe responder con vigor a esos reclamos, pero no lo ha hecho. Una muestra: estos peligros y sufrimientos no han merecido siquiera un trino del consejero presidencial de Derechos Humanos, Barbosa. Estará demasiado concentrado en su campaña para ser fiscal.