"La cinta empieza en 2005 con la muerte de Juan Pablo II y con el Consejo Cardenalicio reunido para elegir un nuevo papa. Allí se encuentran el alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Mario Bergoglio, los dos cardenales protagonistas de la historia". | EFE/EPA/Massimo Percossi
Castillos en el aire
Por: Mauricio García Villegas | enero 11, 2020
Hay películas que no te abandonan. Las terminas de ver y siguen rondando en tu mente como si quisieran decirte algo más. Esas son las películas buenas. Algo de esto me pasó con The Two Popes (Los dos papas), protagonizada por Anthony Hopkins y Jonathan Pryce. La cinta empieza en 2005 con la muerte de Juan Pablo II y con el Consejo Cardenalicio reunido para elegir un nuevo papa. Allí se encuentran el alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Mario Bergoglio, los dos cardenales protagonistas de la historia. Ambos representan visiones radicalmente opuestas de la Iglesia católica. El primero es un teólogo, imperioso, dogmático y conservador, mientras que el segundo trabaja con los pobres, es recatado y progresista. Ratzinger resulta elegido papa y Bergoglio obtiene la segunda votación.
Siete años después, el cardenal argentino, que trabaja en los barrios populares de Buenos Aires, viaja a Roma para entregarle su renuncia al papa. Pero éste, preocupado por los escándalos que azotan a la Iglesia y por la posibilidad de que la renuncia de Bergoglio, que es su opositor, sea interpretada como un intento suyo por apartarlo, no se la acepta y, además, le informa que él mismo va a renunciar y le propone que lo suceda.
Casi todos los encuentros entre los dos papas ocurren en los bellos recintos del Vaticano y del palacio de Castel Gandolfo. Al principio la antipatía entre ambos hombres es inevitable. No se entienden en nada; ni en temas religiosos (como si obedecieran a dioses distintos), ni en sus gustos; uno es un europeo reservado y distante, que solo confía en los libros sagrados, y el otro un latinoamericano al que le gustan el fútbol y la pizza que venden en las calles de Roma. Pero a medida que avanzan las conversaciones, cada uno empieza a familiarizarse con las costumbres, los movimientos y las angustias del otro. Ambos descubren, en las rutinas de la vida cotidiana (caminar, comer, conversar, ver televisión), una transparencia que los lleva a vislumbrar el alma del otro. Nada de esto les hace cambiar su opinión sobre la Iglesia, ni sus culturas políticas. Pero el tono de la conversación se vuelve más amable; hasta cómplice, por momentos.
Lo fascinante de esta película (lo que queda rondando en la mente) es que muestra cómo las disputas ideológicas, con frecuencia agrias e irremediables, están protagonizadas por seres humanos que, cuando se ven y son testigos de sus emociones, adquieren una cercanía que apacigua el enfrentamiento.
Esto se debe a que las controversias ideológicas son altercados de imágenes, más que de ideas. Los contrincantes no pelean entre ellos, sino que ponen a pelear la representación que cada uno se hace del ideario del otro. El marxista no se enfrenta al neoliberal (al ser humano de carne y hueso), sino a la representación que tiene del neoliberalismo, y viceversa; y el uribista no se confronta con el petrista, sino con la imagen creada por él del petrismo, y viceversa.
De ese juego de espejos resulta un escalamiento de la disputa, impulsado por una lógica de castillos en el aire, cada uno con un rey que amuralla y embellece lo suyo mientras envilece y destruye a su opositor. Las redes sociales están llenas de esos castillos aéreos, inexpugnables y agresivos. No es que las personas no aparezcan en esas disputas. Aparecen, pero no en carne y hueso, sino en la imagen del enemigo corrompido que cada uno se forma del otro.
A veces es más fácil superar un conflicto con el encuentro amable de los contrincantes que con el consenso derivado del simple intercambio de argumentos. En todo caso lo mejor es hacer ambas cosas.