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¿Ceder para liberar a los secuestrados?

Ante las pruebas de supervivencia de Ingrid Betancur, cabe preguntarse: ¿bajo qué circunstancias una persona puede considerar que tiene derecho a causarle una pena o un castigo a otra?

Por: Mauricio García VillegasDiciembre 10, 2007

¿Bajo qué circunstancias una persona puede considerar que tiene derecho a causarle una pena o un castigo a otra? Me hago esta pregunta -quizás la más importante de la teoría política- cuando veo la foto y la carta de Íngrid Betancourt, publicadas en la primera página de los periódicos.

¿De qué manera la guerrilla -que supuestamente toma en serio la legitimidad de sus actos- podría responder a esa pregunta? No lo puede hacer señalando el comportamiento de las personas que secuestraron. Las Farc saben muy bien que sus víctimas no eran culpables de nada. Más aún, algunos de ellos perdieron la libertad cuando iban a hablar de paz con ellos. Si no son culpables ¿entonces por qué están allí?

La única respuesta posible es cruel y lapidaria: porque para ellos el sufrimiento de los secuestrados es útil para chantajear a un Estado al que consideran enemigo del pueblo. Que en esta justificación macabra resulten pagando justos por pecadores es, para la guerrilla, un simple accidente de la historia, no un problema moral, mucho menos un problema político. Ante semejante explicación, la ley del talión parece un colosal avance de la civilización.

Pero volvamos a la carta y a la foto de Íngrid. Sin duda, ellas son la prueba de la realidad pavorosa que viven los secuestrados. Pero también son el símbolo de la crueldad inefable de las Farc. Y ese símbolo tiene un gran valor político: el valor de evocar en millones de colombianos no sólo un genuino sentimiento de dolor y clemencia, sino también el aborrecimiento por la guerrilla y por sus prácticas.

Por la fuerza que tiene ese símbolo, creo que la estrategia de los secuestradores puede resultar contraproducente: al haber puesto en evidencia su infamia, las Farc pueden generar una reacción tan fuerte en su contra que terminen arruinando no solo toda posibilidad de redención social de sus ideales a largo plazo, sino también todo beneficio político de la manipulación de los secuestrados, a corto plazo.

Para que eso se consiga, son necesarias al menos dos cosas. En primer lugar, que la ciudadanía se movilice y exprese, en la calle, lo que ya siente en su corazón. La indignación debe trascender el fuero interno, para convertirse en un hecho político explícito; en una sumatoria de voces contra el secuestro (y contra todos aquellos -los ‘paras’ incluidos- que usan el dolor ajeno como arma política).

En segundo lugar, es necesario que esa población que se moviliza al lado de los familiares de los secuestrados, en lugar de ver en el Gobierno un obstáculo para la liberación de los secuestrados, encuentre en él un apoyo para sus sentimientos de clemencia e indignación. Es imposible lograr eso sin hacer concesiones a la guerrilla. Sin embargo, en las actuales circunstancias, eso no parece tan grave. Ceder por razones humanitarias no sólo no es indigno, sino que puede ser provechoso en la medida en que aísle aún más a las Farc.

Justamente por eso, porque con estas pruebas la guerrilla ha quemado el último cartucho de legitimidad que le quedaba, es por lo que las concesiones políticas que el Gobierno tiene que hacer para lograr la liberación de los secuestrados, a la postre, son concesiones de papel que no representan mayor riesgo para las instituciones: el Estado no pierde nada porque las Farc no tienen nada que ganar, ni política ni militarmente.

Ceder para liberar a los secuestrados demostraría, además, la superioridad ética del Estado cuando de defender la vida de las personas se trata. Un Estado que hace justamente lo contrario de lo que hace la guerrilla: mientras ella castiga a ciudadanos inocentes para conseguir beneficios políticos, el Estado negocia políticamente con ella, para evitar que ciudadanos inocentes sean castigados injustamente.

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