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Colombia también es África

“Lo primero que llama la atención es la luz. Todo está inundado de luz. De claridad. De sol”. Así describe Ryszard Kapuscinski, el legendario reportero polaco, la primera impresión de un europeo al llegar a África. Y así abre Ébano, el penetrante libro que narra sus andanzas como corresponsal de prensa en busca del alma de este continente negro.

“Lo primero que llama la atención es la luz. Todo está inundado de luz. De claridad. De sol”. Así describe Ryszard Kapuscinski, el legendario reportero polaco, la primera impresión de un europeo al llegar a África. Y así abre Ébano, el penetrante libro que narra sus andanzas como corresponsal de prensa en busca del alma de este continente negro.

Quien llega a África desde el otro lado del trópico, desde Latinoamérica, tiene una impresión distinta. Lo que choca es lo familiar que resulta todo. La luz que hiere la retina del europeo es la misma del Caribe. El verde intenso del paisaje y el olor vívido de los frutales son los de la “tierra caliente” colombiana.

Y, sobre todo, la gente, sus caras, sus maneras. Yo pensaba que las multitudes que se agolpan durante horas en los terminales de los aeropuertos colombianos —sólo porque no pueden esperar a que sus viajeros lleguen a casa para darles un abrazo o un beso—, era una de esas joyas raras de nuestra cultura. Pero aquí, en Nairobi, las comitivas de recepción no sólo son numerosísimas, sino que están vestidas de gala para la ocasión.

Aquí hay de todo lo que allá nos parece único. ¿Café? Kenia exporta por montones de la mejor calidad. ¿Frutas “exóticas”? Aquí el maracuyá, la granadilla, la papaya y el mango se dan casi silvestres.

Los paralelos se multiplican cuando se miran las estructuras de la sociedad y del Estado. Por todo lado están las huellas del apartheid entre negros y blancos —que, como muestra Kapuscinski, no fue exclusivo de Sudáfrica, sino que se extendió a todas las colonias europeas en el continente—. Nairobi sigue siendo una colección de barriadas negras interrumpidas por un par de manchas blancas: los barrios ricos donde solían vivir los funcionarios coloniales.

Lo llamativo es que, una vez el visitante se adentra en los grandes barrios de invasión negros —Kibera en Nairobi, o Soweto en Johannesburgo—, la vista es familiar. Las imágenes se cruzan con las del barrio Nelson Mandela en Cartagena o las de Aguablanca en Cali. O, aún más, con las escenas de Villa España o La Victoria, esos barrios de Quibdó habitados por los doblemente olvidados, por el color de su piel y por su condición de desplazados.

La familiaridad toca extremos cuando se trata de política. Abro el periódico local y leo que el Ministro de Agricultura —de piel tan oscura como blanca es la del nuestro— garantiza que Kenia también está blindada contra la subida mundial de los precios de los alimentos. La foto de gente furiosa protestando por el precio del maíz lo desdice. Volteo la página y veo que los 300.000 desplazados por la violencia política que azotó al país en enero piden la intervención de la Corte Penal Internacional porque aquí el gobierno no les garantiza la verdad, la justicia y la reparación. En lo mismo están, claro, las asociaciones de víctimas colombianas, con la diferencia de que nosotros tenemos diez veces más desplazados que Kenia.

Aunque, pensándolo bien, lo asombroso no son los parecidos con África, que han estado allí todo el tiempo. Lo impresionante es el esfuerzo colectivo de nuestra sociedad, nuestro Estado y nuestra academia por negarlos, en su intento por mostrarnos menos negros, menos pobres de lo que somos.

Basta recordar que, hasta la década pasada, en Colombia los censos no contaban a los afrocolombianos. Y que perdimos la cuenta de las tesis que comparan el Estado colombiano con el francés, o el sistema jurídico alemán con el criollo. Pero a casi nadie se le ocurre analizar el paralelo obvio entre los estados fragmentados y las constituciones progresistas de Latinoamérica y de África. Habrá que seguirle la pista a Kapuscinski, entonces, y tomarse en serio a África.

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