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Uno esperaría que hubiese una cierta correspondencia entre los diplomas que otorgan las universidades y las necesidades que tiene la sociedad.

Uno esperaría que hubiese una cierta correspondencia entre los diplomas que otorgan las universidades y las necesidades que tiene la sociedad.

Por ejemplo, en Arabia Saudita, un país desértico y petrolero, uno diría que se necesitan más ingenieros que biólogos, y que en el Congo, un país verde y tropical, se requieren más agrónomos que abogados. Pero esta sintonía entre oficios y necesidades no siempre ocurre.

Colombia es un país con una gran biodiversidad, que vive de la agricultura y de la minería, con conflictos políticos y sociales endémicos, con índices de violencia por las nubes y con la mitad de su territorio virgen y sin instituciones que lo gobiernen. Uno diría, entonces, que aquí debería haber muchos biólogos, muchos ingenieros y muchos sociólogos, todos ellos pensando en cómo resolver los problemas que nos agobian. Pero no es así.

Miren por ejemplo las cifras sobre abogados. En el año 2012, más de 11 mil profesionales del derecho salieron de los 137 programas que hay en el país. La tasa de abogados por cien mil habitantes en Colombia es de 438, mientras que en Francia es de 72 y en Japón de 23. Pareciera como si aquí nos dedicáramos a exportar códigos o libros de doctrina jurídica. Es cierto que esa cifra (tasa de abogados) también es muy alta en los Estados Unidos (391), pero eso se explica por una tradición legal muy litigiosa, que funciona relativamente bien en ese país. Además, allá no solo hay muchos abogados, también hay muchos ingenieros, muchos médicos, muchos arquitectos, etc.

Lo que más sorprende es la desproporción entre abogados y otras profesiones, como por ejemplo la sociología. ¿Saben ustedes cuántos sociólogos se gradúan cada año en Colombia?; tan solo 399, es decir, 27 veces menos sociólogos que abogados. Si para derecho hay 137 programas, para sociología solo hay 12. Como no hay suficientes sociólogos que piensen en los innumerables problemas de convivencia que tiene este país, son, en buena parte, los economistas, los antropólogos y, sí señor, los abogados, con su manera particular de ver las cosas, los que estudian y resuelven esos problemas.

Al exceso de abogados, la mayoría de ellos mal preparados, se suma el hecho de que la profesión jurídica está mal regulada y no tiene controles efectivos. Como lo he dicho muchas veces en esta columna, las facultades de derecho no solo son demasiadas, sino muy dispares en términos de calidad. No obstante, todos los que se diploman pueden salir a ejercer de inmediato, sin tener que pasar un examen de Estado obligatorio o por una colegiatura obligatoria, como ocurre en casi todos los países democráticos, incluidos muchos de América Latina. Siendo así, nada de extraño tiene que los abogados sean, en términos generales, unos grandes reproductores de la conflictividad social (de eso viven). Peor aún, el exceso de abogados parece estar también muy ligado a la corrupción, como lo muestra la participación de estos profesionales en casi todos los grandes escándalos nacionales. Hace casi un siglo, Piero Calamandrei proponía regular la profesión jurídica en Italia, con la idea de que eso era necesario para impedir que se formara “aquella excesiva muchedumbre de abogados sin pleitos, los cuales, puestos en la dura necesidad de escoger entre el honor y la ganancia, con frecuencia se sienten obligados a olvidarse del primero”. Si viviera hoy en Colombia, diría lo mismo.

El Estado no puede impedir que la gente estudie lo que quiera. Sin embargo, sí puede crear los incentivos para lograr un cierto balance entre los profesionales que se gradúan y el tipo de problemas que el país enfrenta. No hacer eso es crear un problema adicional a los que ya tiene.

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