Adictos al carbono
César Rodríguez Garavito Diciembre 5, 2014
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Hace poco escribía que el Ambientalismo del Gobierno colombiano es esquizofrénico: al paso que promete en la ONU acabar con la deforestación en la Amazonia en 2020, anuncia que abrirá la región a la minería antes de 2022; escasos meses después de comprometerse con las recomendaciones ambientales de la OCDE, aprueba las “licencias exprés” que las contradicen.
Hace poco escribía que el Ambientalismo del Gobierno colombiano es esquizofrénico: al paso que promete en la ONU acabar con la deforestación en la Amazonia en 2020, anuncia que abrirá la región a la minería antes de 2022; escasos meses después de comprometerse con las recomendaciones ambientales de la OCDE, aprueba las “licencias exprés” que las contradicen.
El caso de doble personalidad —una para la galería internacional, otra para el público doméstico— rebrota en la cumbre sobre el cambio climático que avanza en Lima. A juzgar por su política exterior, Colombia es un ciudadano ejemplar. Tuvo el tino de organizar, junto con México, Noruega y otros países, la Comisión Global sobre la Economía y el Clima, el grupo de investigación de alto nivel que despejó el mito según el cual actuar contra el cambio climático reduciría el crecimiento económico. Y en Lima integra un bloque que promueve un buen borrador de acuerdo global para reducir las emisiones de carbono, que se firmaría en la cumbre de 2015 en París y reemplazaría el frustrado Protocolo de Kioto.
Una cara distinta es la que muestra de puertas para adentro. Ni bien despachó su delegación a Lima, el Gobierno anunció las bases de su plan de desarrollo, ancladas, de nuevo, en la producción de carbón y petróleo, los combustibles fósiles responsables del 57% de las emisiones de carbono que tienen al planeta al borde de una crisis climática. El sesgo es tal que las únicas empresas favorecidas expresamente en el plan de desarrollo son dos carboneras (Prodeco y Drummond), como lo dijo Javier Sabogal en La Silla Vacía.
Cuando se miran las cifras generales de la minería y el petróleo, se comprueba nuestra carbonodependencia. El 59% de las exportaciones colombianas vienen del sector mineroenergético, al igual que el 22% de los ingresos gubernamentales. Difícil que Colombia sea un líder internacional creíble en materia de mitigación y adaptación a las emisiones de carbono que calientan la tierra, cuando se financia con ellas. Escasa legitimidad le queda para exigirles a China o India reducir sus emisiones, cuando les vende el carbón que queman. Improbable que influya sobre las empresas petroleras o carboneras que hacen lobby contra un acuerdo en Lima, cuando depende de ellas para su sustento.
Colombia no está sola en sus contradicciones; son muchos los países y empresas que exigen de otros, pero no están dispuestos a dejar su adicción al carbono. Pero ya varios comienzan a actuar con consecuencia, y con la conciencia de que, si nada cambia, el planeta sería inhabitable a finales de siglo. China, EE.UU., Alemania y otros se comprometen a reducir sus emisiones, en tanto que inversionistas de todo tipo (desde los Rockefeller hasta la Universidad de Stanford) se desprenden de sus acciones en compañías de combustibles fósiles, por considerarlas cosa del pasado. Las mismas a las que el Gobierno colombiano parece apostarles su futuro. A menos que importe su propia política internacional.
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