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la población isleña sigue sometida a su suerte para obtener agua potable, mientras la crisis climática se acentúa. | EFE

Los habitantes de Providencia y Santa Catalina, principalmente raizales, sufren por la escasez y calidad del agua, mientras la falta de cisternas acentúa el problema.

Los habitantes de Providencia y Santa Catalina, principalmente raizales, sufren por la escasez y calidad del agua, mientras la falta de cisternas acentúa el problema.

Abrir la llave del agua es una ruleta rusa para muchas personas de Providencia y Santa Catalina. Puede no salir nada, salir agua negra o encontrarse con agua que aparenta ser potable, pero que nunca se sabe. Mientras quienes habitan las islas, principalmente raizales, sufren por la escasez y calidad del agua, instituciones como Findeter indican que toda la población de Providencia cuenta con agua potable y el Instituto Nacional de Salud asegura que la zona urbana de ambas islas cuentan con agua apta para el consumo humano. ¿Qué pasa realmente en Providencia y por qué el Estado debería prestar más atención?


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Los problemas de agua no son nuevos. Solo hasta el 2016 el Estado culminó las obras destinadas a ampliar y fortalecer el sistema de acueducto y alcantarillado para proveer a la isla de agua todos los días, durante 12 horas. A pesar de estas obras, la población siguió dependiendo de sus métodos tradicionales de manejo del agua, como las cisternas, que son depósitos de almacenamiento de agua lluvia. Esta forma de acueducto ancestral le permitía a la población isleña mitigar las limitaciones del acueducto oficial.

Después del huracán Iota, el Gobierno llevó a cabo algunas acciones para mejorar la capacidad financiera y estructural del acueducto. Pero a la vez, las cisternas no fueron reparadas y algunas de las que quedaron en pie fueron destruidas por quienes llevaron a cabo el proceso de reconstrucción de las islas.

La ausencia de cisternas acentúa los problemas de acceso al agua, pues el acueducto no da abasto. Este es alimentado por dos grandes fuentes: represas y plantas desalinizadoras. Mientras que las primeras dependen de las aguas lluvias para mantener niveles óptimos de agua, las segundas tienen un costo elevado. Así, entre las sequías y los costos, el sistema no logra garantizar un flujo constante de agua, que además sea de calidad. Por eso, algunos sectores recurren a la compra de botellones de agua. Estos son envasados en la isla y aseguran buena calidad, pero son un costo adicional que no todos los hogares pueden pagar.

Esto ha tenido efectos negativos, especialmente para algunos sectores de la población. Mantener plantas y animales, por ejemplo, no es fácil. Quienes se dedican a la agricultura y la ganadería sufren todos los días por el agua. Incluso hay quienes dicen que prácticamente nunca han tenido agua del grifo, pues la infraestructura del acueducto cubre mayormente las zonas urbanas y turísticas, pero no alcanza a llegar a todas las zonas rurales y agrícolas.


Ve a nuestra columna ‘La fallida reconstrucción de la isla de Providencia’


Si bien el agua lluvia no es potable, las cisternas permitían administrar algo de agua para hacer frente al cambio climático que ha modificado el clima bimodal de Providencia. Lo que por mucho tiempo fue un clima más o menos predecible, pues la mitad del tiempo era seco y la otra mitad lluvioso, ahora es cada vez más impredecible, con sequías más extendidas como la del primer semestre de 2023.

En un contexto de creciente crisis climática, no sorprende que el asunto del agua sea una de las preocupaciones de los raizales en el proceso de consulta previa para la reconstrucción de la isla post-Iota. Hoy, el pueblo raizal sigue viviendo esta ruleta rusa del agua a pesar de que el presidente Gustavo Petro y la Corte Constitucional reconocieron la falta de agua potable, y que el Alto Tribunal ordenara una reconstrucción que fortalezca la resiliencia raizal ante el cambio climático.

Que el acceso al agua potable esté librado a la suerte es una violación del derecho fundamental al agua, además. Según la Corte Constitucional este derecho se hace efectivo cuando el Estado garantiza su calidad, accesibilidad, cantidad y disponibilidad.

El reto está en que los funcionarios públicos puedan materializar estas voluntades en el territorio y que lo hagan dialogando con los conocimientos tradicionales y las experiencias comunitarias de los pueblos, que saben bien qué necesitan y pueden proponer alternativas.

Por ahora, el camino al agua potable sigue empantanado, pues la consulta para la reconstrucción va lenta y sin avances significativos en varios frentes. En contraste, la población isleña sigue sometida a su suerte para obtener agua potable, mientras la crisis climática se acentúa.

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