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El trámite infortunado de la reforma a la justicia hace dos años deja una lección fundamental: si un proyecto de reforma pretende cambiar muchas partes de la Constitución pero carece de un claro propósito unificador, la situación es institucionalmente muy riesgosa, al menos por las siguientes tres razones.

El trámite infortunado de la reforma a la justicia hace dos años deja una lección fundamental: si un proyecto de reforma pretende cambiar muchas partes de la Constitución pero carece de un claro propósito unificador, la situación es institucionalmente muy riesgosa, al menos por las siguientes tres razones.

Primero, porque la diversidad de temas obliga a estudiar en tiempos breves muchos problemas muy complejos y muy distintos, precisamente por la falta de unidad de la reforma. El riesgo de errar al decidir individualmente cada asunto es entonces grande, incluso si todo el mundo intenta hacer la tarea bien.

Segundo, porque incluso si el Congreso acierta en cada tema individual, es muy posible que las modificaciones parciales aprobadas terminen siendo contradictorias entre sí, debido a la falta de un sentido global y coherente del proyecto.

Tercero, porque el desorden del proyecto favorece que algunos sectores, de mala fe, busquen pescar en río revuelto. A los riesgos anteriores se suma entonces la posibilidad de que estos sectores le introduzcan micos terribles al proyecto, que pasen inadvertidos por lo largo y diverso del articulado.
En mi columna de la semana pasada ya había tocado este tema al señalar los peligros que acechan al proyecto de reequilibrio de poderes, por la cantidad de temas que aborda y la falta de un propósito unificador. Los debates de esta semana me impulsan a reiterar esta preocupación pues muestran la complejidad y diversidad de asuntos que se están tramitando atropelladamente, como la modificación de la estructura de la Rama Judicial, la instauración del voto obligatorio o el cambio al juzgamiento de los altos funcionarios del Estado. El articulado de la reforma se ve cada vez más desarticulado.

Reitero entonces mi propuesta de que en esta ocasión el Congreso y el Gobierno, en lugar de tocar una gran cantidad de temas sin conexión clara, deberían limitarse a eliminar la reelección presidencial y la reelección en otros altos cargos del Estado, como la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo, que son reformas importantes y positivas, que han logrado amplio apoyo político.

Algunos aceptan que esta reforma es variopinta y que de pronto es incoherente, pero que es un riesgo a correr, pues es necesario aprovechar el primer año del Gobierno, que es cuando cuenta con los apoyos necesarios para aprobar estas reformas. Pero ese argumento no convence pues los riesgos de una reforma desarticulada son muy altos; el Gobierno podría en cambio lograr la aprobación de la primera vuelta de la supresión de las reelecciones este año y dejar para el primer semestre del año entrante la segunda vuelta de este acto legislativo. Mientras tanto podríamos debatir con un poco más de calma la conveniencia y la orientación de las otras posibles reformas, como las listas cerradas para los partidos, el tribunal de aforados o la reforma a la justicia. Y si es el caso, el trámite de estas otras reformas podría arrancar en marzo del año entrante.

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