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El amor a la Patria (o al país) es un sentimiento tan religioso como el amor a Dios. Ya lo había insinuado Lord Acton, por allá en 1862, cuando dijo que «el patriotismo es en la vida política lo que la fe es en la vida religiosa».

El amor a la Patria (o al país) es un sentimiento tan religioso como el amor a Dios. Ya lo había insinuado Lord Acton, por allá en 1862, cuando dijo que «el patriotismo es en la vida política lo que la fe es en la vida religiosa».

La patria es algo así como la fuente metafísica de nuestra identidad social. Por eso hablamos de “la madre patria”, así como se habla de “Dios nuestro padre”.

Pero la verdad es que los países y las patrias son invenciones humanas destinadas a resolver problemas específicos de organización social. No hay nada de necesario e imperioso en la existencia de los países y en el sentimiento patrio que los respalda. ¿Quién puede asegurar que la actual división política del mundo es la mejor o la más natural forma de organización posible? Dividir el planeta por países es tan arbitrario como dividirlo por, digamos, continentes, por municipios, por lenguas, por hemisferios o por climas. Esa división no sólo es caprichosa (tal vez no lo era en los siglos pasados), sino también malsana. El patriotismo es, como dijo Bernard Shaw, la convicción de que su país es superior a los demás por el hecho de que usted nació en él; y esa convicción, egoísta e irracional, es el obstáculo mayor para lograr el orden y la seguridad que se requieren para resolver problemas tan complejos como el calentamiento global, las guerras de religión y el agotamiento de los recursos planetarios.

El mundo pudo haber tenido un sistema de organización territorial y política diferente al actual. Montesquieu decía, en el siglo XVIII, que si algo era útil para su patria (Francia) pero perjudicial para la humanidad, él lo consideraba un crimen. Muy distinto habría sido el curso de la historia si esta idea cosmopolita no hubiese sido derrotada por el ideario patriótico.

Es cierto que los seres humanos somos gregarios y que adherir a un determinado grupo social es parte de nuestra identidad. Pero, ¿quién dijo que el grupo de referencia clave para definir esa identidad tiene que ser el país?

Mi infancia la pasé en el Oriente Antioqueño y recuerdo cómo los habitantes de Rionegro se creían diferentes y superiores a los de Marinilla (y viceversa). Mucho más tarde, cuando estudié en el exterior, puede ver cómo todos los latinoamericanos nos sentíamos iguales frente a los europeos. Si viviéramos en un sistema solar habitado por seres inteligentes, con marcianos, venusinos y jupiterinos, nuestros actuales egoísmos patrióticos serían tan insignificantes como las disputas entre marinillos y rionegreros. El patriotismo es el parroquialismo del siglo XX.

También es cierto que los seres humanos tenemos fuertes apegos sentimentales por el sitio donde nacemos, por sus costumbres y por sus cosas. Pero, de nuevo, ¿por qué razón los apegos que cuentan (los mismos que dan lugar a la expedición de pasaportes, al cierre de fronteras y al neocolonialismo) tienen que estar referidos a los países? Yo también experimento un apego sentimental por las montañas del oriente antioqueño (si alguna patria me atrae es esa patria chica); pero al mismo tiempo, cuando viajo por Latinoamérica, me parece que las fronteras son artificiales y que un ciudadano de Santiago o de Lima es tan cercano a mí (y tan lejano) como un habitante de Barranquilla o de Pasto.

No es por aguar la fiesta de este 20 de julio que declaro aquí mi ateísmo de patria. Es sólo para decir (de manera un poco provocadora, lo admito) que Colombia (no solo Colombia, claro), siendo un país con visiones demasiado parroquiales (incrustadas en las montañas de los Andes) y con problemas demasiado globales (empezando por el narcotráfico), podría tener un mejor futuro si fuera un tris más cosmopolita.

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