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Aquí, en Ciudad de México, solo se habla de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del informe de su grupo de expertos sobre las muertes de los estudiantes de Ayotzinapa. CIDH es la sigla en labios de la gente en la calle y de los padres que llevaban un año denunciando lo que la Comisión acaba de ratificar: que sus 43 hijos siguen desaparecidos y que el Gobierno mentía al decir que murieron incinerados.

Aquí, en Ciudad de México, solo se habla de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del informe de su grupo de expertos sobre las muertes de los estudiantes de Ayotzinapa. CIDH es la sigla en labios de la gente en la calle y de los padres que llevaban un año denunciando lo que la Comisión acaba de ratificar: que sus 43 hijos siguen desaparecidos y que el Gobierno mentía al decir que murieron incinerados.

Ante el rigor de la investigación de los expertos, la administración Peña Nieto debió abandonar su versión y dar vía libre para que la CIDH continúe su tarea de esclarecimiento del episodio.

Ni bien revivió el caso Ayotzinapa, la CIDH fue llamada a conjurar otro de grave violación de derechos humanos: la expulsión ilegal de ciudadanos colombianos en Venezuela. Quienes compartíamos aquí con miembros de la CIDH el panel de lanzamiento de un libro de Dejusticia y otras organizaciones regionales (Desafíos del sistema interamericano de derechos humanos), fuimos testigos del viaje afanado a la frontera colombo-venezolana del secretario adjunto de la comisión y del comisionado encargado de Venezuela y los derechos de los migrantes.

Viendo la doble actuación de la CIDH en una misma semana y en dos de las situaciones políticas y jurídicas más sensibles de la región, es inevitable registrar las paradojas del momento. Como lo mencioné en mi anterior columna, la primera paradoja es que los gobiernos actuales de México y Colombia, que han permitido con su tibieza que otros como el ecuatoriano y el venezolano avancen en su campaña por debilitar la CIDH, hoy ven en la comisión la única instancia creíble e independiente para casos como estos. La tibieza se refleja en números: las cuotas extras del Gobierno Santos al presupuesto de la CIDH son menos de la cuarta parte de los cerca de 700.000 dólares aportados por el gobierno Uribe (que, como se sabe, descreía profundamente de la CIDH y de los derechos humanos internacionales).

La segunda paradoja es que, con un presupuesto raquítico, la CIDH hace bastante más que entidades nacionales (como las defensorías del pueblo) o internacionales (como la Corte Penal Internacional) que cuentan con mayores recursos. El desfinanciamiento de la CIDH no es casual, sino el medio más eficaz de los gobiernos para bloquearla o desquitarse de sus decisiones. Es la estrategia de los antagónicos como el ecuatoriano (que ha contribuido voluntariamente la suma irrisoria de 1.500 dólares en la administración Correa) y aun de los ambiguos como el mexicano, el brasileño o el colombiano.

Por eso hay que acompañar la oportuna visita de la CIDH a la frontera. Es la ocasión propicia para que la Cancillería colombiana de un giro en su política sobre la CIDH y los mecanismos internacionales de derechos humanos. En lugar de la conveniencia política momentánea o la ambigüedad deliberada que la han orientado, debería estar marcada por el apoyo convencido a la CIDH, traducido en respaldo público y financiero.

Bienvenida, Comisión Interamericana.

Consulte la publicación original, aquí.

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