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Cuando salgo a la calle en Bogotá y paso por sitios muy congestionados me molesta que la gente me estruje, incluso que me roce, sin pedir perdón o sin decir “lo siento”.

Cuando salgo a la calle en Bogotá y paso por sitios muy congestionados me molesta que la gente me estruje, incluso que me roce, sin pedir perdón o sin decir “lo siento”.

Me dirán ustedes que esas son bobadas a las que yo no debería darles tanta importancia, sobre todo si no quiero convertirme en un gruñón. Es posible, pero también creo que el asunto es más importante de lo que parece. Me explico.

Los seres humanos nos relacionamos de muchas maneras. Para simplificar, tenemos dos tipos de relaciones: de alta o de baja intensidad. Con los familiares, los amigos o los correligionarios tenemos un trato intenso. En cambio, con personas del común, personas que no conocemos y con las cuales nos encontramos en los espacios públicos, en las filas, en los ascensores, en los paraderos de buses, en los edificios, en los puestos de votación, en los parques, etc., tenemos una relación de baja intensidad.

En ambos casos la relación funciona bien cuando existe una cierta reciprocidad. Los favores y las invitaciones entre los buenos amigos, por ejemplo, tienen sentido siempre y cuando, en el largo plazo, haya una especie de equilibrio entre lo que cada uno da y lo que cada uno recibe (hay excepciones, claro). Algo parecido ocurre incluso entre familiares, salvo, por supuesto, entre padres e hijos.

En las relaciones entre ciudadanos (las de baja intensidad) también debe haber una cierta reciprocidad. Cuando espero en la fila a que llegue mi turno, o cuando dejo que los que llegan en el ascensor salgan antes de que yo entre, lo hago no sólo porque creo que es mi deber, sino porque confío en que los demás harán lo propio en ocasiones venideras y que yo me beneficiaré de ese comportamiento, de la misma manera que ahora ellos se benefician del mío. Esta predicción, cuando es generalizada, produce confianza, lo cual, como ha sido mostrado por una larga serie de estudios, es un capital social que favorece el desarrollo y la democracia.

En América Latina les damos mucha importancia a las relaciones de alta intensidad (con la familia, los amigos, los sacerdotes, etc.), pero menospreciamos las de baja intensidad. Y ese desaire es una de las causas de nuestro atraso. Robert Putnam mostró hace algunos años cómo en el sur de Italia había una correlación entre, por un lado, lazos sociales fuertes (familia, mafia, religión, clientelismo) y, por el otro, mal gobierno y subdesarrollo. No creo que esos factores culturales sean los únicos que expliquen el subdesarrollo y el mal gobierno (como parece decir Putnam), pero sí creo que son parte del problema (y de la solución) y que por eso deberíamos pararles más bolas.

Voy a terminar con una anécdota: cuando yo era estudiante en Bruselas, hace muchos años, los latinoamericanos nos burlábamos de los belgas porque pedían perdón a toda hora; en el metro, en la calle, en los restaurantes, en las oficinas. Cada vez que una persona medio se acercaba a la otra, le pedía perdón, como diciendo, “lo siento, estuve a punto de tocarlo pero no era mi intención”. Interpretábamos esas reacciones como una muestra de individualismo extremo y poco social. Muy pronto me di cuenta de que era justamente lo contrario: reconocer al otro, respetar su espacio, no atropellarlo y pedirle perdón cuando se le importuna, es una prueba de respeto que no sólo denota buen comportamiento sino que entraña reciprocidad, confianza y cultura ciudadana.

Así pues, si guardar los espacios y tratar de no tocar al otro es una bobada, se trata de una bobada muy importante. El problema, en Bogotá, es que si uno se toma en serio esa importancia se vuelve un cascarrabias.

De interés: Colombia / Cultura jurídica

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