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Bukele El Salvador

En una democracia las mayorías tienen derecho a gobernar, pero eso no significa que puedan tomar cualquier decisión, porque una democracia sin límites corre el riesgo de anularse a sí misma. | EFE

La gran popularidad de Bukele no torna legítimo su asalto al Estado de derecho, pues está destruyendo las bases de la democracia, como tampoco lo han sido asaltos semejantes por Viktor Orbán en Hungría, Daniel Ortega en Nicaragua o el chavismo en Venezuela.

La gran popularidad de Bukele no torna legítimo su asalto al Estado de derecho, pues está destruyendo las bases de la democracia, como tampoco lo han sido asaltos semejantes por Viktor Orbán en Hungría, Daniel Ortega en Nicaragua o el chavismo en Venezuela.

Algunos lectores objetaron a mi anterior columna, en la que mostré cómo Bukele había desmantelado la independencia judicial en El Salvador a fin de aspirar a la reelección inmediata, que mi análisis desconocía dos hechos fundamentales: (i) la gran popularidad de Bukele y (ii) su éxito en reducir la violencia homicida de las pandillas.

Esos dos hechos son ciertos, pero no creo que tornen democrático el ataque de Bukele a la independencia judicial.

En una democracia las mayorías tienen derecho a gobernar, pero eso no significa que puedan tomar cualquier decisión, porque una democracia sin límites corre el riesgo de anularse a sí misma. Basta que imaginemos que un gobernante muy popular convoca y gana un plebiscito que lo declara presidente eterno con plenos poderes. Esa decisión, a pesar del apoyo popular, es antidemocrática, pues impide que otras mayorías surjan y puedan, a su vez, aspirar en un futuro a gobernar según sus visiones.

La democracia, para ser genuina, tiene entonces que actuar en forma semejante a Ulises cuando se ató al mástil para evitar la seducción de las sirenas: para no ceder a la tentación de la tiranía mayoritaria, la democracia tiene que atarse un poco las manos a través de los controles propios del Estado de derecho: separación de poderes, independencia judicial y garantía de los derechos fundamentales. Si un presidente rompe estos controles, se torna antidemocrático, por popular que sea, pues está destruyendo el Estado de derecho. Y la experiencia ha mostrado que sin Estado de derecho ningún régimen democrático verdadero ha persistido. La concentración del poder permite al gobernante ahogar las libertades, manipular la opinión pública y perpetuarse en el poder. Al principio, son los opositores quienes sufren; al final, el despotismo anula el propio poder de las mayorías. O si no, recordemos el régimen de Fujimori.

La gran popularidad de Bukele no torna entonces legítimo su asalto al Estado de derecho, pues está destruyendo las bases de la democracia, como tampoco lo han sido asaltos semejantes por Viktor Orbán en Hungría, Daniel Ortega en Nicaragua o el chavismo en Venezuela.

De otro lado, es cierto que Bukele ha reducido significativamente la violencia homicida, pero lo ha hecho con medios inaceptables y a un enorme costo humano e institucional: el estado de excepción, que se prolonga desde marzo de 2022, ha llevado a más de 60.000 detenciones, la mayoría de ellas arbitrarias. Las personas detenidas están hacinadas en cárceles en donde reciben tratos crueles e inhumanos, como lo han señalado Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Además, como lo documentó la organización religiosa Cristosal, al menos 153 personas han muerto en custodia policial, probablemente como consecuencia de torturas o ejecuciones, pero el número podría ser mucho mayor.

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