Cadena de desigualdades
Hobeth Martínez Agosto 31, 2018
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La región presenta los índices más elevados de desigualdad en el acceso a la tierra, los que incluso son mayores a aquellos reportados en la década de 1960 cuando en la región se empezaron a implementar algunas reformas agrarias redistributivas.
La región presenta los índices más elevados de desigualdad en el acceso a la tierra, los que incluso son mayores a aquellos reportados en la década de 1960 cuando en la región se empezaron a implementar algunas reformas agrarias redistributivas.
La desigualdad es un fenómeno que viene en aumento desde hace algunas décadas. Así lo han mostrado estudios como el ya clásico Capital en el siglo XXI de Thomas Piketty y reportes periódicos de varias organizaciones (CEPAL, OECD, Oxfam, BM). Parece ser una tendencia presente en todas las regiones del mundo, aunque incide de forma diferencial entre los países: su dimensión e impacto depende, entre otros factores, de las distintas políticas públicas que adopten los estados, tanto como del desempeño de sus instituciones. En este contexto, la actual dinámica global de concentración o acaparamiento de tierras con múltiples finalidades (agroindustria, extractivismo, explotación de bosques, especulación, etc.) puede contribuir a aumentar la desigualdad, antes que a detenerla.
En algunos países del sur global esto se explica, al menos en parte, porque sus actuales políticas rurales no están sirviendo más como mecanismos para redistribuir la tierra entre familias campesinas o reconocer la propiedad a los pueblos originarios. En su lugar, son instrumentales a un proceso opuesto: el control de la tierra se entrega a empresas de diverso tamaño y procedencia a bajos precios o de forma gratuita, con generosos beneficios tributarios y con la posibilidad de acceder a una mano de obra barata que reduce los costos de producción.
Ello a su vez ocurre porque las políticas agrarias de redistribución de las tierras han cedido el paso a políticas que enfatizan la consolidación de grandes áreas para actividades extractivas o la producción agroindustrial, como los monocultivos, en perjuicio de la economía campesina y del derecho al territorio de los pueblos originarios. En algunos países, estos recientes procesos de concentración de la tierra se han convertido en auténticas contrarreformas agrarias. Así lo sostiene la investigadora Tania Li al referirse a lo que ocurre en Indonesia, país en donde las plantaciones de palma de aceite alcanzan los 10 millones de hectáreas, con proyecciones de expandirse unos 20 millones más. Además, esta dinámica de concentración de tierras tiene un impacto directo sobre la desigualdad: entre las 50 personas más adineradas de Indonesia, 10 derivan sus fortunas de actividades relacionadas con la tierra y la segunda persona más rica del mismo país extrae su riqueza de la producción de aceite de palma.
A nivel regional, la concentración de tierra también conlleva unos efectos negativos que se acumulan a otros procesos. Con base en el índice de Gini para la distribución de ingreso, América Latina en su conjunto puede ser caracterizada como una de las regiones más desiguales del mundo (Ver Mapa 1). A esto se suma que la región presenta los índices más elevados de desigualdad en el acceso a la tierra, los que incluso, según un estudio de Oxfam, son mayores a aquellos reportados en la década de 1960 cuando en la región se empezaron a implementar algunas reformas agrarias redistributivas.
Siendo así, la desigualdad en el acceso y control de la tierra es, en sí misma, parte del problema. Más aún, a partir de ella se desatan otros procesos sociales que refuerzan diverso tipo de desigualdades.
Por ejemplo, aunque se reconoce en la agricultura un sector que puede impulsar el crecimiento económico de países en vías de desarrollo, también es cierto que no se espera que produzca muchos empleos. Por el contrario, la Organización Internacional del Trabajo proyecta una reducción progresiva de puestos de trabajo tanto para la agricultura como para actividades forestales y de minería en el periodo 2014-2019, confirmando así la tendencia observada en el periodo anterior analizado (2010-2013). Se estima que la mayor fuente de empleos es el sector privado (negocios, actividades administrativas y sector inmobiliario), el cual aporta más de un tercio de los puestos de trabajo (Gráfica 1).
Así, uno de los probables efectos de la concentración de la tierra es el desplazamiento económico del campo hacia la ciudad, pero tampoco es seguro que las ciudades puedan ofrecer suficientes puestos de trabajo para este tipo de migrantes. Por lo tanto, el crecimiento económico que puedan traer actividades como la agroindustria no necesariamente se traduciría en una mejora en las condiciones de vida de las poblaciones rurales.
De otro lado, las ciudades no son sostenibles por sí mismas. Esto hace que no sea posible garantizar la seguridad y sostenibilidad alimentarias, por solo poner un ejemplo, si los estados no logran un equilibrio entre la población rural y la urbana. Además, las megaciudades del mundo globalizado no se caracterizan por ofrecer condiciones de vida óptimas a todos sus habitantes. En los espacios citadinos se erigen de facto barreras que reproducen la exclusión y recuerdan a cada paso que la ciudadanía plena no solo depende del reconocimiento formal ante la ley. No hace mucho, los precios por metro cuadrado en algunas zonas de una ciudad como Bogotá eran equiparados a los de Manhattan, en Nueva York, mientras que el país es el segundo más desigual de toda la región. También, son bastante conocidas las fotografías aéreas que retratan arrabales pululantes de miseria separados, tan solo por un muro, de la opulencia de los barrios vecinos.
De modo que no es aventurado afirmar que las desigualdades en el acceso, tenencia y control de la tierra hacen parte e inciden en el problema más general de la brecha de desigualdad que se amplía en el mundo. Los impactos sobre los derechos económicos, sociales y culturales son dramáticos y se requieren acciones claras que contribuyan a revertir la tendencia. Una de ellas, sin lugar a dudas, es promover el acceso y control de las tierras rurales a campesinos y pueblos nativos, pero esto debe ir más allá y apuntarle a la provisión de bienes públicos que contribuyan al bienestar de los habitantes del campo. Esto no solo evitaría desatar ciclos de desigualdades en los cinturones de miseria de las ciudades, sino que, entre otras, permitiría reforzar y diversificar la producción de alimentos, así como la protección del medio ambiente.