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El atroz asesinato de la niña indígena Yuliana Samboní, probablemente cometido por Rafael Uribe, un miembro de la élite bogotana, provoca dolor, indignación y rabia. Es entonces saludable que haya habido una reacción espontánea de la ciudadanía para exigir castigo. Y es comprensible que algunos pidan penas extremas, como la cadena perpetua, para esas atrocidades.

El atroz asesinato de la niña indígena Yuliana Samboní, probablemente cometido por Rafael Uribe, un miembro de la élite bogotana, provoca dolor, indignación y rabia. Es entonces saludable que haya habido una reacción espontánea de la ciudadanía para exigir castigo. Y es comprensible que algunos pidan penas extremas, como la cadena perpetua, para esas atrocidades.

Comparto la exigencia de que haya justicia en este caso, como debe haberla en los numerosos otros casos de violencia contra mujeres y niños que ocurren a diario en Colombia. Pero discrepo de la idea de la cadena perpetua, por las mismas razones por las que en 2011 la Comisión Asesora de Política Criminal, de la cual hice parte, se opuso a una propuesta semejante de la senadora Gilma Jiménez.

En Colombia, las penas frente a estos crímenes son hoy muy altas (pueden llegar a 60 años), pero la impunidad es igualmente altísima. Y muchas investigaciones, como lo muestra el metaestudio de Durlauf y Nagin en 2011, han concluido que para reducir la criminalidad es preferible esforzarse por aumentar la eficacia de la investigación criminal, en vez de subir las penas. Esto confirma empíricamente la intuición que formuló en el Siglo XVIII el padre del derecho penal moderno, Cesare Beccaria, cuando escribió que lo que frena el delito no es la “crueldad de las penas”, sino su “infalibilidad”, pues “la certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”.

Si el problema en Colombia es más de impunidad que de magnitud de las penas, y el efecto disuasivo de la pena depende sobre todo de la certeza de la sanción, la discusión debería orientarse no a aumentar penas, sino a mejorar la investigación de esos crímenes. Y tampoco puede justificarse la cadena perpetua con la tesis de que los abusadores de niños son criminales irrecuperables, pues los estudios, como los del sicólogo canadiense Hansen, concluyen que la tasa de reincidencia es del 17 % y baja a 10 % si la persona recibe tratamiento mientras cumple la pena.

Pero además debemos reconocer los límites del derecho penal y pensar en políticas más integrales, que incluyan otras medidas de prevención para evitar estos crímenes. Y en ese aspecto, es fundamental diseñar políticas para eliminar la discriminación contra las mujeres y una cultura machista y patriarcal que tolera e incluso legitima los acosos, los maltratos y las humillaciones cotidianas contra las mujeres y los menores, que son la antesala de violencias más extremas.

La propuesta de cadena perpetua es popular, pero no incrementa la protección real de las mujeres y los niños y niñas contra la violencia. Es más, su aprobación daría una ilusión de protección, mientras los asesinos y violadores siguen sueltos, por falta de eficacia del sistema penal y de medidas preventivas más globales.

Adenda: En mi blog en La Silla Vacía trato con algún detalle si la refrendación congresional del nuevo Acuerdo de Paz puede o no activar el llamado “fast track”.

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