Skip to content

|

Hoy considero que es una idea importante que puede ayudar a enfrentar algunos de los actuales vicios de nuestras democracias, que hoy atraviesan aguas turbulentas.

Hoy considero que es una idea importante que puede ayudar a enfrentar algunos de los actuales vicios de nuestras democracias, que hoy atraviesan aguas turbulentas.

Hasta hace unos tres o cuatro años estaba convencido de que solamente unos locos de remate podían defender la lotocracia, esto es, la idea de que los integrantes de las asambleas representativas sean escogidos por sorteo y no por la votación de los ciudadanos. Me parecía ridículo y muy riesgoso que algo parecido al Baloto determinara la composición del Congreso o del Concejo de Bogotá. Pensaba que eso era abandonar la esencia mínima de la democracia, que es la posibilidad de que los ciudadanos podamos al menos escoger a nuestros gobernantes. Y a quienes me objetaban que la lotocracia era democrática, pues en la vieja Atenas las principales magistraturas eran escogidas por sorteo, yo les respondía, con algo de desprecio y arrogancia: soy un admirador de Atenas, pero la lotocracia no es una virtud griega que deba ser imitada sino una imperfección más de esa democracia tan limitada, que admitía la esclavitud y excluía a las mujeres de la ciudadanía.

He cambiado muchísimo de opinión sobre este tema: ya no creo que la lotocracia sea una locura, o un divertimento para impresionar en charlas de café. Hoy considero que es una idea importante que puede ayudar a enfrentar algunos de los actuales vicios de nuestras democracias, que hoy atraviesan aguas turbulentas.

En una columna hace año y medio, “La lotocracia: un divertimento serio”, presenté con cierto detalle las razones por las cuales creo que la escogencia por sorteo de los integrantes de asambleas, como el Congreso, es buena: nos ahorra los costos, las prácticas clientelistas y las polarizaciones de las votaciones, y permite asambleas mucho más representativas que las actuales. Además, los congresistas o concejales escogidos por sorteo no tendrían las ataduras que generan las elecciones, por lo cual podrían deliberar con mayor libertad en búsqueda de las mejores soluciones. Y concluí que asambleas escogidas por sorteo, con la adecuada asesoría, que podría ser prestada por las universidades, funcionarían mejor que aquellas que resultan de elecciones.

No pienso que la lotocracia deba sustituir totalmente a las elecciones, pues esto sería hoy un salto inviable y riesgoso, pero creo que al menos debería ser empleada para tomar ciertas decisiones y enfrentar ciertos problemas, como se ha hecho en países como Irlanda, Holanda o Canadá. Por ejemplo, creo que alguna forma de lotocracia sería la mejor manera de enfrentar el agudo tema del ordenamiento territorial en Colombia, que no creo que el Congreso sea capaz de resolver.

¿Qué me llevó de ridiculizar la lotocracia a defenderla? Este cambio profundo estuvo alimentado por varios procesos convergentes y comenzó con una insatisfacción con la realidad: el desencanto por la manera como funcionan las elecciones, que tienden a polarizarnos y están fuertemente condicionadas por el dinero (sea legal o ilegal), lo cual explica, además, la crisis de representatividad de los congresos. Creo que cuando la realidad golpea nuestras ideas, uno no debe persistir dogmáticamente en sus tesis ni dejarse atrapar por el desencanto, sino que debe explorar nuevas opciones. Y ahí, como en tantas otras cosas, los buenos amigos y colegas son decisivos: ciertas conversaciones con personas como Mauricio García, quien ya había defendido la lotocracia hace algunos años, me hicieron tomar la decisión de estudiar en serio el tema. Y entonces profundicé en autores que han presentado las razones teóricas y los ejemplos empíricos que permiten defender algunas formas lotocráticas, entre ellos, Van Reybrouck en Europa y Gargarella en América Latina. Y me convencí de que quienes piensan que la lotocracia es una alternativa que permite profundizar y mejorar nuestra imperfecta democracia electoral no tienen nada de locos.

*Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión, de El Espectador.

 

Powered by swapps
Scroll To Top