Cárceles: lo que la fuerza no puede
Dejusticia Abril 29, 2019
| Fuente: United Nations Photo, Flickr (CC BY-NC-ND 2.0)
Las políticas de “mano dura” contra el delito de muchos Estados de América no sólo han llevado a una crisis de las cárceles del continente, sino que no han reducido la criminalidad y la reincidencia. Un sistema penitenciario más humano, y no un sistema penal del terror, parece ser la solución que nuestro continente necesita.
Las políticas de “mano dura” contra el delito de muchos Estados de América no sólo han llevado a una crisis de las cárceles del continente, sino que no han reducido la criminalidad y la reincidencia. Un sistema penitenciario más humano, y no un sistema penal del terror, parece ser la solución que nuestro continente necesita.
Así como rascarse una picadura puede aliviar momentáneamente la sensación de rasquiña, las soluciones fáciles y rápidas son muy atractivas, sobre todo en problemas tan graves y apremiantes como la criminalidad. Pero del mismo modo que rascarse puede empeorar la picada de un mosco hasta que se infecta de manera grave, las soluciones rápidas en políticas públicas pueden ser desastrosas: pueden desatar una crisis humanitaria sin siquiera acercarse a la raíz de los problemas.
Frente al delito, muchos Estados de América enfrentan un dilema entre las soluciones fáciles pero aparentes, y las soluciones complejas pero efectivas. Nuestro continente llegó a tener en 2013 las tasas de homicidios más altas del planeta, el narcotráfico (debido a la prohibición del consumo) ha sido un factor permanente que ha incidido en la violencia en muchos países de la región y la percepción de inseguridad de la población aumenta. En respuesta, los países de América han tomado una solución que parece obvia, pues han creído que endurecer sus sistemas penales cada vez más (por ejemplo, con aumentos de penas o con reducir el uso de medidas alternativas al encarcelamiento) disuadirá potenciales criminales y reducirá la criminalidad.
Tamaño, tasa y evolución de la población carcelaria por continente
Pero al igual que una infección por rascarse, estas políticas de “mano dura” generaron dos problemas: muchas prisiones del continente enfrentan una crisis de graves violaciones a los derechos humanos, principalmente producto del hacinamiento y la sobreocupación, y debido a esto, el objetivo de la resocialización o rehabilitación de las personas privadas de la libertad se ha hecho imposible. Así, más que reducir la criminalidad y la reincidencia, estas políticas siembran la semilla de futuros delitos.
Por supuesto, los endurecimientos punitivos han tenido un impacto más grave en países que, a diferencia de Estados Unidos, no cuentan con los recursos para ampliar sus sistemas penitenciarios para recibir a la creciente población carcelaria. En Centro América, por ejemplo, países como El Salvador, Guatemala y Nicaragua presentaron tasas de hacinamiento de sus cárceles del 233,3%, 233,2% y 90,9% respectivamente, y en Suramérica, Bolivia, Perú, Brasil y Colombia presentaron hacinamientos del 153,9%, 131,5%, 66,2%, y 49,4%. Con estas circunstancias, las prisiones latinoamericanas ofrecen a las personas recluidas una vida rodeada de violencia, suciedad, comida descompuesta y ambientes insalubres – un entorno que, como lo llamó el Seattle Times, es “el infierno inhumano en la Tierra”.
Pero quizás lo más trágico de este problema humanitario colosal, que por sí mismo debería ser suficiente para movilizar a los Estados para resolverlo, es que es inútil, pues no cumple el cometido por el que fue creado: reducir la criminalidad. Por una parte, como lo muestra una compilación de estudios sobre el tema, la severidad de las penas y los aumentos punitivos no son realmente disuasivos ni reducen la criminalidad. Por otra, las prisiones aumentan la reincidencia y la gravedad de los delitos cometidos luego de la reclusión.
La razón de esto último no es que las prisiones simplemente sean “escuelas del delito”, expresión que, dicho sea de paso, equipara de manera caricaturesca estos “infiernos inhumanos” con instituciones educativas. Por el contrario, se debe a que las personas pospenadas tienen muy pocas opciones de encontrar trabajo por la estigmatización, no reciben buen entrenamiento profesional o atención psicológica durante y luego de su reclusión y pueden perder el apoyo de sus familias y su comunidad. Además, también tienen que sufrir las secuelas físicas y emocionales de la reclusión (como la depresión o el estrés postraumático), las cuales las hacen más proclives a suicidarse. ¿Es sorprendente que someter a un ser humano a condiciones de vida inhumanas durante tiempos prolongados no sea efectivo para corregir comportamientos antisociales, delictivos o contrarios a la convivencia?
Ante este panorama desolador, quizás parte de la respuesta se encuentre en un país muy diferente a los de nuestro continente: Noruega. Desde hace algunos años, múltiples medios de comunicación han llamado a las prisiones noruegas “las cárceles más humanas del mundo”, y el documental The Norden muestra sus impresionantes instalaciones. En estas los reclusos habitan espacios similares a los edificios de la sociedad (salas de estar, cocinas, patios, etc.), las celdas son similares a cuartos de hostales en los que pueden tener privacidad, guardan un contacto cercano con sus familias y la naturaleza, y la guardia tiene un trato mucho más amistoso y menos confrontacional – muy diferente a las demás cárceles del mundo.
Según el Servicio Penitenciario Noruego (el Kriminalomsorgen), dado que la prisión sólo consiste en la privación de la libertad, los internos de sus cárceles mantienen todos sus otros derechos. Por esto, las prisiones noruegas son construidas y operadas bajo el “principio de normalidad”, que consiste en que la vida en reclusión debe ser lo más similar posible a la vida en libertad. Por esto, cualquier restricción adicional debe estar justificada en razones de seguridad, ser razonable y proporcionada.
Lo más sorprendente de este modelo no es el aparente lujo de las instalaciones, sino que funciona. De acuerdo con los datos oficiales, Noruega tiene una tasa de reincidencia de sólo el 20%, particularmente baja comparada con la tasa de 76,6% presente en Estados Unidos, una de las más altas del mundo. Como lo mostró un estudio reciente sobre el modelo noruego, un entorno carcelario que tenga condiciones dignas y programas de resocialización que preparen a las personas para su vida en libertad (especialmente para obtener trabajo) tiende a reducir la reincidencia, mientras que sistemas centrados en una idea retributiva de castigo en la que se busca el “sufrimiento” del criminal tiene el efecto inverso.
El éxito de las cárceles noruegas no sólo se debe a la disponibilidad de recursos económicos amplios, sino a que es un sistema que tomó la solución difícil y no la obvia. En vez de aumentar excesivamente la fuerza de su sistema penal para aterrorizar a la población, desarrollo políticas serias que comprenden las problemáticas sociales que enfrentan las personas que cometen delitos. Por esto, sus programas de resocialización buscan superar problemas como la exclusión, la falta de oportunidades, desórdenes de salud mental y la pobreza, entre muchos otros.
Aunque en los países latinoamericanos puede parecer imposible un modelo de este tipo por sus costos, existe algo de esperanza. En Colombia, proyectos como las colonias agrícolas – en donde los internos tienen contacto con la naturaleza y un ambiente menos hostil – son una oportunidad de implementar un modelo carcelario que ofrezca condiciones de vida digna y que ofrezca una verdadera oportunidad para los reclusos de volver a la vida en sociedad. Tal vez la solución difícil pero efectiva está en los titulares del Huffington Post: “Noruega demuestra que tratar reclusos como seres humanos en realidad funciona”.