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Cartagena es promocionada como la joya de la corona turística de Colombia.

Cartagena es promocionada como la joya de la corona turística de Colombia.

Su belleza colonial y las playas caribeñas hacen de esta ciudad un atractivo para nacionales y extranjeros. De hecho, es uno de los lugares que está realizando más inversiones turísticas, portuarias e inmobiliarias. Pero hay cosas que el turista no ve ni se pregunta.

Cuando un turista camina por las calles de Bocagrande o la ciudad amurallada, empieza a escuchar una invitación: “Islas del Rosario… Playa Blanca… Barú”. El visitante quiere conocer las playas blancas de mares azules. Toma una lancha en el muelle de Los Pegasos junto al centro de convenciones y puede pasar un día en un paraíso tropical. Este paseo puede incluir una visita a las Islas del Rosario, en particular, al llamado Acuario o hacer un poco de careteo en los corales cerca de esas islas. Luego, el turista almuerza en Playa Blanca y pasa una tarde de sol como la que estaba buscando. Puede regresar en esa misma lancha o quedarse a dormir en un hostal frente al mar.

Lo que el turista no ve son las abandonadas comunidades negras que habitan en la Cartagena insular y que muchas luchan por mantener su territorio colectivo como las del Consejo Comunitario de Orika, en Isla Grande, el de La Boquilla o Tierra Bomba. Los turistas no saben que el muelle del que salen a su travesía es un muelle bien acondicionado, mientras los habitantes de las islas deben salir en otras lanchas a trabajar o a visitar al médico en embarcaciones más precarias y llegan a otros muelles menos seguros. Porque en Cartagena hay muelles para blancos y muelles para negros. Una segregación que se repite en casi todas partes.

El turista no se da por enterado que el mayor conflicto sobre el desarrollo turístico y de tierras que tiene hoy Cartagena está en Playa Blanca. No se pregunta por los celadores bien armados que custodian detrás de una cerca a unos metros de su paraíso artificial de coco loco y piña colada. Tampoco saben a donde va toda la basura que producen ni ve la ciénaga seca y contaminada, justo detrás de sus parasoles y sus deportes acuáticos. Los turistas se quejan de los vendedores, pero no son capaces de ver que esto corresponde a la falta de empleos formales y a las necesidades económicas, además de que el rebusque es la forma de participar un poco del dinero que traen los visitantes. Día tras día, los turistas ocupan Playa Blanca como un enjambre de langostas que transita entre la ignorancia y la indolencia.

Después de un día de playa, los turistas caminan por las románticas calles de la ciudad amurallada, la misma muralla que ha separado la ciudad de su realidad, la misma que ha estratificado entre ricos y pobres, entre blancos y negros. Lo que el turista no sabe es que este fue el puerto de mayor tráfico de esclavos del país, que en la Plaza de la Aduana y la Plaza de los Coches se cometió el peor crimen del que no se habla. Ni siquiera hay una placa en esos lugares para recordar el dolor que allí se guarda. Tampoco se habla de la discriminación histórica contra los negros que ha impactado la pobreza actual. Es más, cuando el turista va al Castillo de San Felipe de Barajas puede ver el “edificio inteligente”, una edificación construida en la zona de Chambacú. Ese corral de negros que fueron desplazados porque estaban en un lugar apetecido y estas comunidades estorbaban en los planes de los ricos. Porque la Colonia sigue viva en las formas contemporáneas de exclusión que tienen genealogías centenarias.

En Cartagena están pasando muchas cosas que no se ven: racismo estructural, desplazamiento por megaproyectos, abandono de sus islas y corregimientos, necesidades básicas insatisfechas, corrupción política, turismo voraz, entre otras. Cuando vuelva a La Heroica disfrute de su belleza, pero también haga alguna pregunta incómoda que le ayude a entender a una de las ciudades más desiguales y contradictorias del país de la magia salvaje.

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