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Los casos del futbolista del Barcelona Dani Alves y del dueño de los Clippers, el equipo de baloncesto de Los Ángeles, dicen mucho sobre las formas eficaces de sancionar el racismo, muy distintas a las penas de cárcel que se han vuelto populares en nuestro medio.

Los casos del futbolista del Barcelona Dani Alves y del dueño de los Clippers, el equipo de baloncesto de Los Ángeles, dicen mucho sobre las formas eficaces de sancionar el racismo, muy distintas a las penas de cárcel que se han vuelto populares en nuestro medio.

Lanzarles bananos desde la tribuna a jugadores negros se había vuelto una afrenta tan común en los estadios europeos que Neymar, Alves y otros futbolistas habían planeado la respuesta brillante de comerse la fruta. Asesorados por una firma de comunicaciones, su idea era diluir el veneno del insulto en un acto mediático que terminó desatando una campaña de solidaridad de jugadores e hinchas de todo el mundo, que posaron comiéndose un banano y difundiendo el lema “todos somos macacos” en las redes sociales. Ante una ofensa simbólica, respondieron con una sanción del mismo tipo, más eficaz que enviar a la cárcel al racista de turno.

El caso muestra también que los castigos más útiles son los que, en lugar de endosarle el problema a un juez penal, involucran a las organizaciones donde ocurre el racismo diario: las empresas, los colegios, los clubes deportivos. Cuando el Villarreal le prohibió para siempre el ingreso a su estadio al hincha que arrojó el banano, logró lo que ninguna sentencia habría podido: castigar al racista donde más le duele y enviar un mensaje inmediato a todos los hinchas.

Las sanciones contra Donald Sterling, dueño de los Clippers, también fueron tomadas sin una corte de por medio. Ante el escándalo por el regaño de Sterling a su novia mulata por tomarse fotos con amigos negros, actuaron de inmediato los directamente afectados. La liga de baloncesto lo vetó en todos los estadios y está a punto de obligarlo a vender el equipo. El sindicato de jugadores amenaza con boicotear las finales de la NBA si la liga no impone la máxima sanción. Y las empresas que tenían pautas publicitarias con los Clippers dieron por terminados los contratos tan rápido como se difundió la noticia.

Entre tanto, en América Latina proliferan las leyes que penalizan con cárcel el racismo. Décadas de indiferencia generalizada ante la discriminación provocaron legítima indignación, que llevó a numerosos activistas y víctimas a pedir castigos ejemplares. Como expedir una ley y prometer cárcel no cuesta nada, los gobiernos y los parlamentos siguieron esta ruta, comenzando con Brasil (1989) y terminando con Colombia (2011).

La práctica ha mostrado que la prisión es un remedio tan inadecuado como ineficaz contra el racismo. Apresar unos cuantos no resuelve el problema estructural, que se expresa en miles de actos cotidianos de discriminación. Responder con cárcel a comentarios racistas es perder la oportunidad de usar el debate público para avergonzar a quien los hace y a quienes piensan como él. El derecho penal castiga sólo los actos en los que está probado que hubo intención de discriminar, pero el racismo opera muchas veces de forma inconsciente y sutil. Por todo eso son escasísimas las condenas (en Colombia no hay ninguna).

Nada de esto implica que la cárcel no se deba usar en casos extremos, como la incitación a la violencia racista. Pero hay que repensar las sanciones para todo lo demás. Por ejemplo, el castigo idóneo contra Candela Estéreo por las burlas diarias contra los afros en sus programas de “humor”, sería que los anunciantes retiraran la pauta. Y en lugar de encarcelar al portero de una discoteca que no deje entrar personas negras, habría que imponerles una cuantiosa multa a los propietarios mediante un ágil proceso administrativo o judicial.

Para que nunca se repita.

Consulte la publicación original, aquí.

De interés: Discriminación / Raza

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