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Hace algunos años, cuando se hablaba de política, había dos posiciones encontradas.  

Hace algunos años, cuando se hablaba de política, había dos posiciones encontradas.  

De un lado estaban quienes pensaban que lo más importante era rescatar los valores tradicionales, como la familia, el orden social y la fe en Dios. Del otro lado estaban quienes pensaban que lo mejor era impulsar ciertos cambios, adaptarse a los tiempos modernos y conseguir más inclusión y más justicia social. Voy a llamar conservadores a los primeros y progresistas a los segundos. A la hora de hacer política, cada uno de estos grupos tenía sus apoyos: los conservadores encontraban respaldo en la religión y en las autoridades estatales; los progresistas, en cambio, confiaban en el poder de la ciencia (la educación) y en la democracia.

Hoy, mucho de esto ha cambiado, sobre todo del lado de los conservadores, que son los primeros en invocar la ciencia y la democracia para defender sus posiciones. Miren, por ejemplo, las últimas dos intervenciones del procurador Ordóñez. Una de ellas en contra de la despenalización de la eutanasia y la otra en contra de la suspensión de las fumigaciones con glifosato. Empiezo por decir que en ambos casos el procurador se enfrenta a Alejandro Gaviria, un ministro valiente que ha debido enfrentar a los grandes intereses económicos y a los poderosos credos religiosos para defender el derecho a la salud de la población.

En el caso de la eutanasia, como se sabe, la sentencia C-239 de 1997 despenalizó esta práctica y le pidió al Congreso que la regulara a través de una ley. Pero el Congreso no cumplió con su tarea. Por eso, 18 años después, para no dejar desprotegido el derecho, la Corte no sólo definió las condiciones bajo las cuales se podía practicar la eutanasia, sino que le ordenó al ministro de Salud que emitiera una directriz para hacer efectivo el derecho. El ministro cumplió con lo ordenado, pero el procurador se le vino encima con el insólito argumento de que no podía obedecer tal orden debido a que la sentencia en la cual se fundaba era nula (¿desde cuándo el procurador decide sobre la nulidad de esas sentencias?) y lo era porque la Corte debió dejar que el Congreso regulara ese tema.

El segundo caso se origina en una recomendación del ministro de Salud en la que solicita al Consejo Nacional de Estupefacientes que suspenda las fumigaciones con glifosato. En este caso el ministro de Salud se funda en un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el cual se afirma que ese producto tiene probables efectos cancerígenos. Según Alejandro Ordóñez, ese daño en la salud humana no está probado y por lo tanto las fumigaciones deben seguir. Hace poco escribí (El Malpensante # 159) sobre la manera como la Procuraduría distorsiona los argumentos científicos en el tema de drogas. Ahora sólo tengo espacio para decir que poner en tela de juicio la autoridad científica de la OMS me parece un descaro. Pero tal vez más extravagante es que el procurador ponga sus simpatías ideológicas (en pro de la guerra contra las drogas y en contra del proceso de paz) por encima de los ciudadanos que están siendo afectados por el glifosato y que él, por mandato constitucional, está obligado a proteger, incluso de manera preventiva, cuando el daño es sólo probable.

No sé qué piensen ustedes, pero yo no creo en la sinceridad de Ordóñez cuando defiende la democracia; menos aún cuando habla de ciencia. Mi impresión es que Ordóñez sólo habla de estas cosas para hacer política (abusando del derecho) y con la idea de acusar a los funcionarios que no le simpatizan de estar haciendo política.

 

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