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Hace unas tres décadas buena parte de los servicios públicos eran prestados por el Estado. Así ocurría con la salud, el correo y las telecomunicaciones. Cuando el servicio era malo (lo cual ocurría con frecuencia) la gente protestaba ante el gobierno y a veces, cuando las protestas eran muchas, el asunto se politizaba y era objeto de debate público. Esas protestas y esos debates condujeron, a la postre, a la privatización de esos servicios. Hoy, luego de varias décadas de experiencia con el nuevo modelo privado, las cosas no parecen haber mejorado sustancialmente. La voracidad rentística de los intereses privados y la débil capacidad del Estado para controlarlos han creado una situación que es similar a la anterior.

Hace unas tres décadas buena parte de los servicios públicos eran prestados por el Estado. Así ocurría con la salud, el correo y las telecomunicaciones. Cuando el servicio era malo (lo cual ocurría con frecuencia) la gente protestaba ante el gobierno y a veces, cuando las protestas eran muchas, el asunto se politizaba y era objeto de debate público. Esas protestas y esos debates condujeron, a la postre, a la privatización de esos servicios. Hoy, luego de varias décadas de experiencia con el nuevo modelo privado, las cosas no parecen haber mejorado sustancialmente. La voracidad rentística de los intereses privados y la débil capacidad del Estado para controlarlos han creado una situación que es similar a la anterior.

Hace unas tres décadas buena parte de los servicios públicos eran prestados por el Estado. Así ocurría con la salud, el correo y las telecomunicaciones. Cuando el servicio era malo (lo cual ocurría con frecuencia) la gente protestaba ante el gobierno y a veces, cuando las protestas eran muchas, el asunto se politizaba y era objeto de debate público. Esas protestas y esos debates condujeron, a la postre, a la privatización de esos servicios. Hoy, luego de varias décadas de experiencia con el nuevo modelo privado, las cosas no parecen haber mejorado sustancialmente. La voracidad rentística de los intereses privados y la débil capacidad del Estado para controlarlos han creado una situación que es similar a la anterior.

Una de las cosas que ha empeorado es la dificultad para politizar los reclamos por el mal servicio. El hecho de que no haya un solo responsable (como lo era el Estado antes) sino muchas empresas, cuyas cabezas son casi invisibles debido a que son parte de emporios multinacionales, dificultan la movilización ciudadana. A esto se agrega el hecho de que el servicio que prestan no siempre es visto por los usuarios como un servicio público.

El ejemplo más patente de lo que digo puede verse por estos días con la empresa Claro, cuyo servicio se ha ido deteriorando a tal punto que incluso el presidente de la República se quejó públicamente por la mala calidad de las llamadas.

Pero la privatización no solo dificulta la movilización ciudadana, sino que cuando ella ocurre desencadena una reacción despótica por parte de la empresa privada. Ante la protestas de los usuarios a través de las redes sociales, Claro decidió demandar a quienes organizaban dicha protesta. Esta reacción arrogante es propia de un poder autoritario que ve a sus críticos como enemigos y que no se relaciona con ellos a través del diálogo sino del derecho penal. El Estado que prestaba antes los servicios públicos era ineficiente, pero al menos se comportaba decentemente frente a la protesta. Claro, en cambio, no solo es ineficiente sino que se comporta como un burdo poder despótico.

En efecto, para darle mayor peso publicitario a su demanda contra los usuarios descontentos, la empresa contrató al abogado Augusto Ibáñez, ex presidente de la Corte Suprema, quien ha salido por los medios, con todo el peso de su imagen mediática, a desconocer los derechos ciudadanos, los mismos que como magistrado estuvo encargado de proteger. El asunto no solo habla mal de la dignidad de Ibáñez, sino de la de Claro, una empresa que subestima el carácter de servicio público de su oficio.

En síntesis, Claro pretende obtener todos los beneficios (económicos) que se derivan de prestar un servicio público, sin asumir ninguno de los costos (sociales y políticos) de tal empresa.

La empresa Claro es un súper poder mundial (su dueño era hasta hace poco la persona más rica del mundo) concebido para ganar dinero, no más. Los usuarios de Claro (no solo en Colombia) debemos tener presente el hecho de que solo nosotros podemos defendernos de semejante súper-poder. No podemos contar con el Gobierno, el cual, o bien se arrodilla ante semejante poderío o bien no tiene la capacidad para controlarlo y ponerlo en cintura. La gran mayoría de los medios de comunicación, por su parte, se quedan callados ante los abusos debido a que temen perder el dinero que reciben de Claro por la venta de publicidad. Así las cosas, lo único que nos puede defender es la movilización ciudadana. Solo eso los puede hacer cambiar de actitud. Por eso nos demandan cuando criticamos el servicio.

Así pues, tenemos que estar muy atentos frente a los intentos atrabiliarios de los abogados de Claro que pretenden criminalizar la protesta.

De interés: 

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