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Se ha vuelto costumbre hablar de la paradoja colombiana como la coexistencia de una democracia estable con una violencia endémica.

Se ha vuelto costumbre hablar de la paradoja colombiana como la coexistencia de una democracia estable con una violencia endémica.

Se ha vuelto costumbre hablar de la paradoja colombiana como la coexistencia de una democracia estable con una violencia endémica.

Pero esta es solo una de sus caras; la otra es la de una democracia incapaz de resolver injusticias como el hambre, que mata a nuestros niños y niñas.

Algunos han sintetizado la primera paradoja diciendo que la democracia colombiana es como un orangután en sacoleva. Y es que, aunque se ha debatido mucho al respecto, tres aspectos parecen caracterizar a Colombia en comparación con el resto de América Latina. Primero, su estabilidad macroeconómica, que la ha librado de episodios de hiperinflación o la volatilidad en el crecimiento económico que han sufrido varios países de la región. Segundo, la estabilidad de sus instituciones democráticas, lo cual nos ha convertido en uno de los pocos países latinoamericanos que no sufrió golpes militares desde los sesentas, ni la perpetuación en el poder de gobiernos populistas. Y tercero, la prolongación de altos niveles de violencia y uno de los conflictos armados más devastadores del mundo.

Este tercer aspecto -el conflicto armado- nos ha puesto un velo sobre otro hecho paradójico y desafortunado: el que la estabilidad económica e institucional convive con profundas injusticias sociales, como la desigualdad extrema o las muertes por hambre, a un nivel más grave que el que las democracias del mundo usualmente toleran.

Los cientos, quizás miles, de casos de niños y niñas indígenas que han muerto por desnutrición crónica en Colombia son un ejemplo dramático de esta paradoja. Si bien según cifras oficiales hay países con niveles más altos de desnutrición en la región, e incluso, con tasas de mortalidad por esta causa a nivel nacional más altas que Colombia, es difícil encontrar en el mundo una democracia estable y consolidada en la que, sistemáticamente, cientos de niños y niñas de un mismo grupo poblacional hayan muerto, y continúen muriendo, de pura y física hambre (tan solo este año van más de 101 según el Instituto Nacional de Salud).

La tasa de mortalidad por desnutrición y causas asociadas en departamentos como el Guainía es de 155,7 por cada 100.000 niños menores de 5 años. Esto equivale a 22 veces el promedio nacional, y un nivel más alto que el promedio del África Central, la región con el mayor número de muertes por esta causa. Un niño tiene una probabilidad 167 veces más alta de morir por esta causa si nace en La Guajira que en Bogotá. ¿No es, por decir lo menos, una indignante paradoja que un Estado que aspira a ingresar a la OCDE, mantenga a grupos enteros de niños y niñas en situaciones peores que las del Congo o Sierra Leona? No se trata de un problema más de inequidad en el  país, sino del gran fracaso ético y político de nuestras instituciones hoy.

Es verdad que a medida que nos adentramos en la periferia del país el Estado se torna más débil e ineficaz, lo cual puede explicar varias de estas terribles injusticias. También que puede haber corrupción y políticas públicas deficientes o abiertamente regresivas. Pero quisiera enfatizar un factor adicional en esta explicación, las poblaciones marginadas del país –como los indígenas, los afros y los campesinos- tienen una escasa representación en el poder económico y político, o han sufrido la cooptación de espacios de representación por otros actores. Basta comparar la composición étnica, racial o por lugar de procedencia de nuestra selección de fútbol, o de las glorias del ciclismo con cualquier gabinete presidencial, para constatar que se trata casi de dos países distintos. Esta exclusión del ejercicio del poder de estas poblaciones, incluso en presencia de un Estado fuerte, puede terminar perpetuando la indiferencia o ineficacia institucional para corregir las violaciones a sus derechos.

Pero cuando estas poblaciones se organizan para hacer escuchar sus demandas, en vez de ser tomadas en serio como interlocutores que pueden enriquecer la diversidad política en el país y formar parte de la poderosa coalición que se requiere, entre otras cosas, para implementar  los acuerdos de paz, se las termina persiguiendo y arrinconando, al tiempo que se tejen alianzas con quienes pueden ponerlas en riesgo. No es sino ver el ejemplo de los gobernadores en La Guajira en los últimos años (algunos procesados por sus vínculos con la mafia) para entender que algunas élites políticas locales, fortalecidas por sus alianzas con el poder nacional, pueden ser una gran amenaza para los derechos de la población y el ejercicio de la ciudadanía por parte las organizaciones sociales.

Para superar nuestras más indignantes paradojas, estar dispuestos a construir coaliciones con el movimiento social rural y defender sus aspiraciones frente a quienes pueden representar una amenaza en su contra, es tan importante como construir un Estado fuerte en los territorios.

De interés: Colombia / Democracia / Violencia

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