Colonización al revés
Mauricio García Villegas Octubre 28, 2011
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«La república sólo existe en las ciudades; a lo sumo en las villas (pueblos grandes) y allí se atranca. Más abajo, ni el olor siquiera».
«La república sólo existe en las ciudades; a lo sumo en las villas (pueblos grandes) y allí se atranca. Más abajo, ni el olor siquiera».
«La república sólo existe en las ciudades; a lo sumo en las villas (pueblos grandes) y allí se atranca. Más abajo, ni el olor siquiera».
Eso decía don José María Samper a mediados del siglo XIX. En su opinión, la Constitución y la Ley sólo tenían vigencia en ciudades grandes como Bogotá o Medellín; en el resto del país, en cambio, el poder estaba en manos de tinterillos, gamonales y párrocos. A pesar de esta imagen sombría, Samper era optimista y creía que los avances de la ciudad podían llegar a los pueblos y colonizar las malas prácticas locales. “Llevemos a todas partes la antorcha inofensiva de la escuela —decía—, abramos vías que pongan a los pueblos en activa comunicación y la luz penetrará por todas partes a torrentes y el pueblo tendrá vida y bienestar”.
¿Qué tanto ha cambiado el país desde lo dicho por Samper, hace siglo y medio?
Si se mira el mapa de la institucionalidad colombiana, es decir, el mapa de la presencia efectiva (no simplemente nominal) del Estado y de la democracia, lo que se obtiene es un panorama más bien desalentador. Lo primero es que Colombia no ha conseguido cerrar sus fronteras, las cuales parecen líneas imaginarias que cruzan territorios impenetrables para el Estado (no para los delincuentes). Así ocurre en el Pacífico colombiano, en la Amazonia, en el Orinoco y en La Guajira. Con unas pocas excepciones costeras en el norte del país, las instituciones colombianas se van desvaneciendo a medida que descienden de las laderas de las cordilleras y se internan en las planicies bajas y en las selvas.
Buena parte del abandono institucional de la periferia colombiana es achacable a nuestras élites, las cuales se inventaron un país para los Andes y dejaron el resto en manos de intermediarios locales (los gamonales, párrocos y tinterillos que mencionaba Samper), que siempre han gozado de una gran autonomía con respecto a sus jefes políticos en el centro andino del país. Lo grave es que hoy muchos de estos intermediarios se han vuelto mafiosos o se han aliado con el narcotráfico o con la guerrilla.
Pero no sólo la periferia lejana está hoy en manos de esos delincuentes; también en el interior (incluso en las grandes ciudades) hay zonas en donde el Estado y la democracia no existen. Una de ellas es la región que atraviesa el país desde el Catatumbo hasta el Urabá chocoano, pasando por el sur de Bolívar, Córdoba y el norte antioqueño. Allí predomina el latifundio, la coca y el control ilegal del territorio (paramilitares en el centro y occidente y guerrilla en el oriente). Otra periferia interna es la que atraviesa el sur del país, desde el Caquetá hasta Nariño, pasando por Huila y Tolima. Allí no sólo están el refugio del comando central de las Farc y la columna móvil Jacobo Arenas, sino también la coca, el desplazamiento forzado y la concentración de la tierra.
José María Samper, como muchos intelectuales de su época, tenía la esperanza de que la civilización urbana, con sus escuelas, sus carreteras y sus ideas liberales, pudiera colonizar la barbarie de la periferia. Esta esperanza lleva casi dos siglos sin poder materializarse. Peor aún, viendo lo que puede pasar mañana (según la MOE, el riesgo de fraude electoral es hoy mayor que antes) y viendo incluso lo que puede pasar en Medellín, si gana el candidato apoyado por las mafias, no parece descabellado pensar que estamos asistiendo, en una buena porción del territorio nacional, a un fenómeno contrario al previsto por Samper: una especie de colonización inversa, en donde la parte bárbara de la periferia (con sus intermediarios mafiosos y lo demás) se apodera de la parte civilizada de la ciudad.