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  Si la Corte confía en que heterosexuales y homosexuales podemos decidir quiénes conforman nuestra familia, el debate sobre familias homoparentales no debe cerrarse.

  Si la Corte confía en que heterosexuales y homosexuales podemos decidir quiénes conforman nuestra familia, el debate sobre familias homoparentales no debe cerrarse.

En estos días un amigo me dijo que con todo este debate de la adopción igualitaria, había pensado seriamente en la posibilidad de adoptar un niño o una niña. Que le ilusionaba poder acompañar la formación de alguien que, de otro modo, crecería en una institución sometido a las privaciones propias de los servicios estatales. Que quisiera someterse al examen del Estado sobre sus capacidades para ser padre, sin que su sola orientación sexual lo forzara a pensar en una familia sin hijos. Pero también me confesó que temía que la Corte Constitucional no confiara en su capacidad como individuo para decidir quiénes conformarían su familia, y cómo esa familia podría contribuir a la sociedad. 

Pues bien, leyendo la reciente sentencia de la Corte sobre la adopción consentida de Ana y Verónica, dos mamás de Medellín, encontré algo muy distinto: para la Corte, la Constitución parte de un principio de confianza según el cual cada persona puede conformar su familia integrando las personas, estilos de vida y costumbres que considere mejores y, únicamente, cuando de manera clara e inequívoca estas opciones pongan en riesgo el interés superior del niño o los derechos de otros miembros del grupo familiar, el Estado está autorizado para intervenir en el seno familiar. 

Entiendo que hacer un balance sobre hasta qué punto un juez puede meterse a definir cómo debe ser la familia en Colombia es difícil. Nadie querría una Corte le dijera en detalle si puede tener hijos, cuántos, cómo educarlos, qué darles de desayuno, cómo distribuir sus deberes, qué tipo de filosofía y religión inculcarles, etc; pero tampoco esperaríamos que fuera  totalmente indolente frente a las situaciones que ocurren dentro de las casas, sobre todo cuando en ellas hay niños. Y como hay tantas experiencias familiares nefastas, de algún modo comprendo por qué los magistrados pueden llegar a ser cautelosos al tomar decisiones sobre las familias. 

Con todo, creo que la Corte debería aceptar las decisiones que tomó en el caso de Ana y Verónica –que son ya bastante cautelosas-, y debería confiar en ellas para seguir adelante. Primero, en la decisión que debe tomar ahora, nada debería oponerse a mantener la idea según la cual la adopción por parejas del mismo sexo gira en torno a la capacidad de cada quien para decidir sobre su vida familiar y sobre las mejores condiciones para niños y niñas. Segundo, si es cierto que el debate no es discriminatorio, nada debería ir en contra de la idea según la cual esta capacidad de decidir sobre los miembros que componen una familia, la comparten tanto las parejas heterosexuales como las parejas homosexuales. Tercero, nada parece oponerse a que la Corte repita en esta decisión que el Estado puede intervenir si ve que la adopción por parte de una pareja homosexual en concreto está afectando al niño o a la niña adoptados. Fijémonos que en los dos casos que la Corte ha revisado sobre el tema, ha llegado a la conclusión de que no hay razones para desconfiar de un padre o de una madre homosexual. Por supuesto, esto supone que también debe intervenir cuando una pareja heterosexual afecta los intereses de los niños.  

Si la Corte sigue estas decisiones que ya ha tomado, entonces avanzará mucho en el debate sobre los padres adoptantes homosexuales. Sobre todo, no cerrará de manera definitiva el debate. A pesar de todas las cautelas que pueda tener la Corte, espero poder contarle pronto a mi amigo que su temor era infundado. Que los jueces no le retiraron la confianza que en principio le dieron a todas las personas para construir su familia, solo por considerar su opción sexual. 

 

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