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Los senadores Bernardo Ñoño Elías y Musa Besaile, de Córdoba, sacaron 140.000 y 145.000 votos respectivamente en las pasadas elecciones.

Los senadores Bernardo Ñoño Elías y Musa Besaile, de Córdoba, sacaron 140.000 y 145.000 votos respectivamente en las pasadas elecciones.

Les ganaron a Jorge Robledo, considerado el mejor congresista del país, y a Horacio Serpa y Antonio Navarro, dos personalidades nacionales. ¿Cómo lo lograron? Sencillo: gracias a sus clientelas políticas, favorecidas por la famosa mermelada del Gobierno.

No me tengo que devanar los sesos para decir que esa votación prueba, una vez más, que el sistema electoral está corrompido. Es tan poco sesudo lo que digo que, a pesar de lo grave que es, ya casi nadie lo dice. Yo tampoco lo estaría diciendo ahora si no fuera porque esta semana me topé con un libro que me hizo pensar que tal vez hay que imaginar soluciones más radicales para los males de la democracia. El libro se llama Contra las elecciones (Contre les Elections), escrito hace poco por David van Reybrouck, y propone reemplazar las elecciones para Congreso por un sorteo, es decir, aboga por un Congreso aleatorio.

La idea viene de la Grecia clásica. Rousseau también habla de ella en El contrato social, y en los últimos años países como Canadá, Islandia, Holanda e Irlanda han intentado ponerla en práctica. En su versión actual, la propuesta tiene múltiples variaciones, que van desde crear un órgano temporal para hacer una sola ley, hasta organizar un nuevo Congreso, pasando por limitar el sorteo a una sola de las cámaras.

Ya me imagino, amigo lector, las objeciones que están desfilando por su mente: los escogidos no tienen la experiencia, ni los diplomas que se necesitan para cumplir bien con sus funciones, desconocen los secretos de la administración pública, no comprenden las complejidades del país, etc. Pero tal vez esos temores son infundados, como lo muestra la experiencia de los jurados de conciencia en los juicios penales (también escogidos al azar) y en donde se ve cómo ciudadanos sin ninguna preparación asumen el cargo con gran compromiso y deciden con muy buen juicio.

Además, el argumento de la falta de conocimientos también valdría para impedir que la gente del común vote (esa era la objeción que surgió cuando el voto se amplió a las mujeres y a los campesinos). El azar y el voto son mecanismos igualmente democráticos. Ambos aceptan que las leyes deben ser hechas por el pueblo (no por los mejores del pueblo, que es la idea aristocrática). La diferencia está en que el azar conduce a que gente del común delibere seriamente en una asamblea, mientras que el voto conduce a que políticos profesionales, corrompidos por el dinero y el poder (no todos, claro) decidan sin debatir. Es más fácil que el ciudadano del común se corrompa en las elecciones, vendiendo su voto, que en una audiencia pública y solemne en donde, por un tiempo limitado, tienen que oír, opinar, argumentar y debatir.

Supongamos que Ñoño y Besaile no son políticos de profesión sino comerciantes de Montería que salen escogidos en un sorteo para ir al Congreso durante un año; supongamos que no hay partidos, ni incentivos económicos de por medio (mermelada, prebendas, compra de votos, etc.), que al llegar al Congreso están asistidos por expertos y que su participación en los debates se transmite por televisión. No sé si peco por ingenuo, pero creo que Ñoño y Besaile harían un buen trabajo y, en todo caso, un trabajo mejor del que hacen ahora.

Soy consciente de que un Congreso aleatorio (o parcialmente aleatorio) es una propuesta provocadora. Pero la situación actual es tal que la idea no resulta tan descabellada como parece. Lo mismo pasó con el célebre presupuesto participativo ideado en Porto Alegre (Brasil), que ahora es un éxito mundial.

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