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¿Qué pasaría si los intereses que gobernaran a Colombia fueran los de las mamás que han perdido a sus hijos en la guerra?  

¿Qué pasaría si los intereses que gobernaran a Colombia fueran los de las mamás que han perdido a sus hijos en la guerra?  

La de Fabiola Lalinde y su hija Adriana, como la de tantas otras víctimas que no ocupan los titulares de prensa, es la historia del valor y la dignidad de lo humano que pueden aflorar en medio de las adversidades de la guerra. Es la historia de quienes, contra un arsenal de obstáculos pero también con el apoyo de personas solidarias, han luchado sin desfallecer por la memoria, por la justicia y, sobre todo, porque su experiencia pueda contribuir en algo a que el dolor que produce la pérdida de un ser querido por la violencia, no se siga repitiendo. Por lo que significa y puede enseñarnos, esta historia debería poder conocerla todo el país, y no solo aquellos a quienes la vida nos ha dado el inmenso privilegio de poder compartir un poco y aprender de estas valerosas mujeres. 

El año 1984 era, como este, un período de negociaciones de paz y posibilidades de acuerdo entre los actores armados. Para ese entonces el gobierno de Belisario Betancur y las guerrillas del EPL, las FARC y el M-19 habían llegado a una tregua que amenazaba con romperse porque había sectores que se oponían al proceso y se resistían al cese de hostilidades. Tras una acción militar en la vereda El Verdún, municipio de Jardín, en el departamento de Antioquia, en la que un presunto guerrillero había resultado herido, Luis Fernando Lalinde, hijo de Doña Fabiola y militante del Partido Comunista Marxista-Leninista, quien se encontraba culminando sus estudios de sociología en la Universidad Autónoma Latinoamericana, salió de su casa el 2 de octubre de 1984, comisionado por su partido para ir a rescatar al herido. Nunca regresó. 

El 3 de octubre, Luis Fernando Lalinde fue retenido, torturado al frente de la concentración escolar de la vereda en presencia de niños y ejecutado luego en la vereda Ventanas del municipio de Riosucio por miembros del Batallón Ayacucho, adscrito a la VIII Brigada del Ejército Nacional. Fue presentado como guerrillero dado de baja ante un intento de fuga, bajo el alias de Jacinto. Después de los hechos, Doña Fabiola y su familia emprendieron la incansable búsqueda de Luis Fernando que se prolongaría por 4.428 días (más de 12 años) hasta encontrar parte de sus restos en la montaña donde fue enterrado, buscando monte arriba y desafiando los mecanismos de impunidad que operan hasta contra la ley de la gravedad, como dice Doña Fabiola. Fue tanta la persistencia, y tantos los obstáculos que tuvieron que superar, que Doña Fabiola bautizó su búsqueda como la Operación Sirirí, haciendo referencia al ave pequeña, que persigue a los gavilanes que se llevan sus pollitos y que por su insistencia logra a veces que estos devuelvan a sus crías. 

Con la ayuda de Héctor Abad Gómez, quien luego fue asesinado en un crimen que también continúa impune, el caso fue llevado hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que en septiembre de 1988 condenó al Estado colombiano por la ejecución extrajudicial de Luis Fernando, siendo el primero de los mal llamados “falsos positivos” sobre el que se pronunció la CIDH. Esto desató una persecución contra Doña Fabiola, que le costó incluso pasar un tiempo en la cárcel El Buen Pastor, acusada falsamente de narcotráfico. En 2013, el Consejo de Estado reconoció también la responsabilidad del Ejército en la desaparición de Luis Fernando. Hoy, más de 30 años después, la familia Lalinde todavía espera que haya justicia y se cumplan las órdenes de la sentencia que ordena su reparación. 

El hijo de Doña Fabiola fue una víctima de crímenes de Estado, pero eso no ha sido un obstáculo para que ella se haya solidarizado con el dolor de las madres de militares secuestrados o caídos en combate por la acción guerrillera. En el 2004, Doña Fabiola emprendió, junto con madres de militares secuestrados, un nuevo capítulo de la Operación Sirirí, esta vez con el objetivo de insistir ante el Gobierno y las guerrillas para que pactaran un acuerdo humanitario que permitiera la liberación de todas las personas privadas de la libertad. Ante algunas críticas Doña Fabiola dijo que en su operación cabían todas las víctimas, pues “su única militancia es en el partido de las mamás, quienes a la hora de la verdad, llevan la peor parte en este estúpido proceso de autodestrucción, que padecemos hace más de sesenta años”. 

Con las muertes de los 11 soldados en Buenos Aires y los 27 guerrilleros en Guapi, que pusieron fin a la suspensión de los bombardeos y al cese al fuego unilateral, no podemos olvidarnos del dolor que esto significa para las 38 madres y familias de estos colombianos caídos, y para todas las de los que vendrán si se agudiza la confrontación. No soy quien para asumir la vocería de estas madres, pero si sus intereses fueran tenidos en cuenta, si quienes están en capacidad de influir o tomar decisiones sobre el proceso de paz asumieran en serio su dolor, lo más seguro es que los llamados de quienes piden prolongar la guerra o aplauden su recrudecimiento se extinguirían en medio de un gran consenso para acabarla. 

En este mes de las madres, y en la semana internacional del detenido desaparecido, el mejor homenaje que podría hacérsele a unas y a otros es remover todos los obstáculos que persisten para desescalar y ponerle fin a esta guerra degradada. Así que, estimados lectores, si ustedes valoran la vida y están en búsqueda de una militancia para defenderla, únanse al clamor del partido de las mamás. Seguro Fabiola y Adriana Lalinde, en su generosidad infinita, sabrán recibirlos. 

 

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