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La corrupción está de moda y sin embargo nunca ha dejado de estarlo.

La corrupción está de moda y sin embargo nunca ha dejado de estarlo.

Primero fue Pablo Escobar quien quiso apoderarse de la política, pero fue muy obvio. Después fue el cartel de Cali que hizo alianzas más discretas con los poderes económicos y políticos, para así cambiar las normas, pero también falló. Luego los paramilitares, o más recientemente bandas criminales como Marquitos, la del gobernador de la Guajira, Kiko Gómez, se aliaron con políticos locales. El objetivo es siempre la política para modificar las normas a su propia conveniencia e ir suplantando al Estado.

 

En realidad, la corrupción arrancó desde que la humanidad es humanidad y se resume en el abuso de lo colectivo para beneficio individual. Pero es un concepto evolutivo, adaptativo y cada vez más amplio. Aunque originalmente se entendía como conductas individuales de pago o cobro de sobornos para desfalcos a fondos públicos, ha evolucionado a conductas colectivas y sistémicas que comprenden la captura y reconfiguración cooptada del Estado, según nos contó hace casi 10 años el profesor Garay. Estado al que con frecuencia la corrupción trasciende para convertirse en un fenómeno de talla global. Odebrecht es sólo un caso.

 

El poder local, el de una buena parte de los más de 1.100 municipios que hay en Colombia, es más fácil de ser suplantado porque el Estado, que además es pobre porque recauda menos del 15 % del PIB en impuestos, no logra llegar. La institucionalidad regional, encargada de garantizar los derechos y que está representada en jueces, fiscales, policías, hospitales y en general en funcionarios públicos, no tiene la presencia estatal que se requiere para que se apliquen las normas. Entonces, los poderes locales privados se instalan, con avales y votos de élites políticas nacionales y desde allí deciden a quién le pueden garantizar su derecho a la propiedad, a quién le entregan subsidios, a quién protegen y a quién no.

 

La gente sabe que la mayoría de las veces no hay igualdad ni libertad para ejercer sus derechos. Si una persona necesita que en su EPS la atiendan para una cirugía, no puede simplemente pedirla, tiene que conseguir cita a través del barón electoral que tenga asignado el hospital. Si el asunto no es de subsidios de salud, vivienda o educación sino de empleo, órdenes de servicios o contratos de obra pública, la cosa no es diferente. El concurso limpio no funciona y la falta de protección de líderes sociales muestra su peor faceta.

 

A medida que pasa el tiempo es más difícil cambiar esta situación. Las reformas se dificultan por una colusión entre funcionarios o líderes políticos y empresas poderosas que se benefician de sólo proteger sus derechos y de aquellos que pertenecen a su bando. Cada vez que hay una campaña electoral, habrá flujo de dineros legales o ilegales para costearla y luego cobro de los mismos a través de contratación estatal, cargos públicos y permisos o licencias ajustados a la medida de quién costeó la campaña. Este sistema afecta los valores ciudadanos y la cultura de la legalidad, pues lo que es extraordinario se va convirtiendo en la única forma posible de funcionar.

 

Es sabido que hay muchos antídotos para la corrupción como la transparencia, que es el mejor desinfectante, la rendición de cuentas, el control social, el cumplimiento de las normas, la financiación pública de campañas, la investigación penal y la sanción efectiva, la independencia judicial y, por supuesto, el fortalecimiento de la institucionalidad local. Todos son necesarios. Pero ninguno tiene el valor de la racionalidad ni de la ética. Mientras aceptemos al corrupto y éste no se dé cuenta de que su acto, además de hacer perder a todo el mundo, le hace perder a sí mismo, no habremos logrado combatir en grande la corrupción.

De interés: Corrupción

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