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Es conocida la antipatía de quienes profesan ideas de extrema derecha por la palabra cultura. “Cuando oigo hablar de cultura, saco mi pistola”, decía el líder nazi H. Goering.

Es conocida la antipatía de quienes profesan ideas de extrema derecha por la palabra cultura. “Cuando oigo hablar de cultura, saco mi pistola”, decía el líder nazi H. Goering.

Una cita aún más terrible es la del general franquista José Millán-Astray quien, en octubre de 1936, en el auditorio de la Universidad de Salamanca, interrumpió al rector, don Miguel de Unamuno, con el grito de “muera la inteligencia, viva la muerte” (aunque algunos sostienen que solo dijo “muera la intelectualidad traidora”). En la izquierda también hay una vieja antipatía por la noción de cultura, aunque quizás menos ponzoñosa. Los socialistas del siglo XIX asociaban cultura con los privilegios de la burguesía. En el texto de La sagrada familia, Marx y Engels sostenían que la aristocracia del dinero y la cultura necesitan de la miseria para satisfacer su amor propio y su arrogancia.
Uno podría pensar que esa antipatía ya no existe y que hoy todos se congracian con la palabra cultura. Pues no estoy tan seguro. En términos generales, ni la derecha ni la izquierda moderadas (para no hablar de las extremas) se toman en serio el tema de la cultura. La derecha, apoyada por un caudal de economistas neoliberales, cree que lo único que mueve a la gente son los incentivos materiales y que las creencias y las visiones del mundo poco tienen que ver con el desarrollo económico y con la democracia. La izquierda democrática, por su parte, tiende a creer que el desarrollo y la democracia sólo dependen de políticas redistributivas y de la movilización popular y que la cultura es un asunto recreativo o, a lo sumo, una tema de diversidad (multicultural).
Bajo estas premisas, las últimas tres alcaldías de izquierda en Bogotá, empezando por la de Lucho Garzón, eliminaron los programas de cultura ciudadana que fueron liderados por Antanas Mockus y Enrique Peñalosa entre 1995 y 2003. Solo una mezcla increíble de arrogancia y torpeza pudo haber llevado a esos tres alcaldes a abandonar una política que no solo había dado excelentes resultados (según todos los estudios existentes), sino que, además, no era incompatible con los programas sociales que ellos defendían (incluido el de la social-bacanería de Lucho).
En realidad las políticas de cultura ciudadana son compatibles con todo tipo de gobiernos democráticos, sean estos de izquierda o de derecha. Eso se debe a que ellas se preocupan por asuntos elementales de convivencia, como respetar las filas (no hay privilegiados), someterse a la ley (la Constitución es la fuente de la autoridad) y defender lo público (los dineros del Estado son sagrados). Estos principios son tan elementales que anteceden a toda controversia política y más bien parecen consignas morales o mandamientos civiles. Pero son más que eso. El éxito de Mockus consistió en combinar esas recomendaciones, casi paternales, con educación ciudadana y sanción a los incumplidores. El exalcalde resumía todo esto de la siguiente manera: “Primer anillo de seguridad, tu conciencia. Segundo anillo (si tu conciencia falla), tus vecinos, amigos y colegas. Si la autorregulación y la mutua regulación no bastan, policía y justicia. En ese orden”.
Si los tres mandamientos civiles que mencioné se cumplieran (igualdad de todos, estado de derecho y respeto por lo público) en Colombia tendríamos una revolución más profunda y más duradera que la que hoy nos prometen los políticos que hacen campaña para el Congreso.
Quizás los próximos grandes cambios sociales y políticos en Colombia vengan de los ciudadanos y no de los partidos; o tal vez de ambos. Pero para empezar, deberíamos recuperar el valor de la palabra “cultura” y de la expresión “cultura ciudadana”.

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