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Uribe, Correa

A pesar del desprestigio que lideraron los expresidentes, las instituciones no pueden responder con la misma moneda. | EFE

En contravía de la estrategia del ala dura del uribismo de ahondar la confrontación con la justicia, la Corte deberá continuar lo que ha venido haciendo: apegarse a la evidencia y el debido proceso.

En contravía de la estrategia del ala dura del uribismo de ahondar la confrontación con la justicia, la Corte deberá continuar lo que ha venido haciendo: apegarse a la evidencia y el debido proceso.

Las vueltas de la política muestran que los populismos de izquierda y de derecha se parecen más de lo que sugieren sus plataformas ideológicas. Tarde o temprano, terminan apelando a las instituciones que intentan minar cuando están en el poder.

La paradoja mayor es el plan del expresidente ecuatoriano Rafael Correa de pedir protección a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ante el avance del proceso penal en su contra por acusaciones de haber ordenado el secuestro de un opositor en Bogotá para llevarlo a juicio en Quito en 2012. Frente a la orden de prisión preventiva contra Correa, su abogado anuncia que pedirá medidas cautelares a la CIDH para dejar sin efecto la medida, por supuesta violación del debido proceso.

La CIDH, hay que recordarlo, es la misma institución que el entonces presidente Correa llamaba “el basurero de toda la basura de la oposición del país”. Eran los tiempos en que la CIDH era la única instancia que les quedaba a los periodistas, líderes sociales y políticos, jueces y académicos críticos perseguidos por la “revolución ciudadana” de Correa. Revolución que, como el socialismo del siglo XXI en Venezuela o el orteguismo en Nicaragua, cooptó todas las instituciones y desmanteló el Estado de derecho.

No contento con rehacer a su antojo las instituciones nacionales, Correa asumió como causa personal la reforma de la CIDH. Desde 2012, lideró personalmente una confabulación de Estados que buscaron quitarse de encima la supervisión de la CIDH en materia de derechos humanos. Ante la asamblea anual de la OEA, sostuvo que la CIDH “está dominada por los países hegemónicos, por el oenegismo”. En otra de muchas ocasiones, agregó que “por ningún lado la CIDH tiene atribución para dictar medidas cautelares”, es decir, las órdenes urgentes para proteger derechos que ahora su abogado planea pedir.

Ahí está el error de cálculo de los populistas. Descalifican las instituciones que protegen a “la basura de la oposición del país”, como si nunca fueran a estar en la oposición. Ahí está también la razón de ser de la democracia y el Estado de derecho: hacer posible la alternancia en el poder y proteger las minorías, independientemente de quienes las constituyan.

Por eso, las instituciones no pueden responder con la misma moneda. La CIDH tramitará la queja de Correa con la misma imparcialidad con la que decidió las de sus opositores.

Lo mismo tendrá que hacer otra institución de la región con otro expresidente que intentó minarla cuando estaba en el poder. Desde un ángulo ideológico contrario, el expresidente Uribe hizo algo similar a lo de Correa, al espiar y desprestigiar a la Corte Suprema durante su gobierno, cuando proponía reemplazar el Estado de derecho por el “Estado de opinión”. (Y cuando atacaba a la CIDH, a la que luego recurrió como expresidente).

En contravía de la estrategia del ala dura del uribismo de ahondar la confrontación con la justicia, la Corte deberá continuar lo que ha venido haciendo: apegarse a la evidencia y el debido proceso. Lo mismo le corresponde a quien ocupará pronto la Presidencia, esa otra institución fundamental. Ojalá Iván Duque traiga consigo las lecciones del caso ecuatoriano.

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