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Quizás el mérito más grande que tienen los jueces en Colombia es su independencia respecto del poder político.

Quizás el mérito más grande que tienen los jueces en Colombia es su independencia respecto del poder político.

Quizás el mérito más grande que tienen los jueces en Colombia es su independencia respecto del poder político.

Hay que ver lo que sucede en el resto de América Latina (en nuestro vecindario) para valorar la manera como los jueces en Colombia juzgan y condenan a los políticos corruptos. En un país en donde la democracia representativa funciona mal, la independencia judicial es su tabla de salvación. Es que, para no ir más lejos, si en Colombia no tuviéramos una justicia independiente el proceso de la parapolítica nunca habría existido, Noguera y los paramilitares serían dueños del DAS y estaríamos viviendo el tercer período del presidente Uribe (claro, no faltará quien me diga que estaríamos mejor).

Dicho esto, también hay que aceptar que cuando la independencia judicial se combina con la falta de transparencia, crea malas mañas: clientelismo, mediocridad, ineficiencia, etc. No creo que estos defectos sean generalizados en la rama judicial, pero existen y deberían ser corregidos.

Un buen sistema judicial tiene que tener un balance adecuado entre la independencia y la obligación de rendir cuentas.

¿Qué tan desbalanceada es nuestra justicia? Es difícil generalizar. Son muchos los organismos que componen la rama judicial y no todos funcionan de la misma manera, ni tienen las mismas relaciones con la política y con la sociedad. Así, por ejemplo, la Corte Constitucional, quizás por la mayor visibilidad que tiene y por la buena calidad de muchos de sus magistrados, parece tener un buen equilibrio entre independencia y rendición de cuentas. En el Consejo de Estado, en cambio, el balance parece más dudoso y una prueba de ello es el hecho de que allí todavía funciona esa vieja práctica del Frente Nacional de nombrar magistrados según la regla de la paridad entre liberales y conservadores.

Pero el desbalance mayor ocurre, a mi juicio, en el Consejo Superior de la Judicatura: su sala disciplinaria (convertida en un fortín político durante el gobierno anterior) es de lo más poco presentable que existe en el mundo de los altos funcionarios del Estado. La sala administrativa, por su parte, si bien tiene más independencia política, parece víctima de las viejas mañas endogámicas de la justicia (ver la columna de Cecilia Orozco del 6 de septiembre pasado). Conseguir información pública en el Consejo es una proeza: conozco a una estudiante de doctorado en Francia que lleva meses tratando de obtener las hojas de vida de los magistrados que allí laboran. ¡Las hojas de vida! No está pidiendo una copia de su declaración de renta (que también debería ser pública).

El tema de la independencia judicial (algo que no fue previsto para amparar privilegios sino para defender el Estado de derecho) será muy importante durante los próximos meses, cuando entremos de lleno en el debate sobre la reforma judicial que cursa en el Congreso. Lo menos adecuado que puede hacer la justicia en estos momentos es adoptar una actitud de defensa corporativa. Incluso si sus problemas son los de unas pocas “manzanas podridas” (para usar la consabida metáfora militar) debe prevalecer la autocrítica.

Durante el gobierno pasado, cuando la supervivencia del Estado de derecho estuvo en vilo, la defensa de la justicia era un imperativo político, legal y hasta moral. Pero el tamaño de la amenaza nos hizo olvidar los problemas de la rama judicial. Hoy las cosas han cambiado. Pues bien, con el mismo espíritu de defensa de la justicia (y de su independencia) me parece que es necesario adoptar una actitud más crítica respecto de lo que allí sucede.

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