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Los diccionarios Oxford escogieron “posverdad” como la palabra de 2016, para enfatizar que los hechos objetivos y la verdad se habían vuelto menos importantes en la discusión política y en las elecciones que los llamados a las emociones y a las creencias personales.

Los diccionarios Oxford escogieron “posverdad” como la palabra de 2016, para enfatizar que los hechos objetivos y la verdad se habían vuelto menos importantes en la discusión política y en las elecciones que los llamados a las emociones y a las creencias personales.

Y que un político podía entonces mentir descaradamente, sin que eso le implicara ningún costo político. Es más, que las falsedades, incluso cuando eran evidentes, podían ser rentables y decisivas en votaciones disputadas, como lo mostraron los triunfos de Brexit y Trump.

Algunos objetarán que esto no es nuevo pues las campañas políticas siempre han estado llenas de demagogos que han difundido mentiras para ganar elecciones. Y eso es cierto, pero 2016 pudo implicar un salto cualitativo pues el triunfo de Trump y el Brexit mostraron que incluso en democracias respetables y sólidas, como la inglesa o la estadounidense, ganaron votaciones decisivas aquellos que más mentiras difundieron. Y fueron mentiras pues muchas afirmaciones de esas campañas no fueron opiniones debatibles, sino falsedades comprobadas, como cuando Trump dijo que el homicidio estaba en Estados Unidos en su nivel más alto en los últimos 45 años, o los promotores del Brexit dijeron que la salida de la UE permitiría que 350 millones de libras a la semana fueran al servicio británico de salud.

La política de la postverdad se ha visto además fortalecida por las redes sociales, que tienen potencialidades democráticas, pero facilitan la circulación de falsedades. Por ejemplo, la noticia falsa de que Trump habría sido apoyado por el papa tuvo un millón de compartidos.

Este ascenso de la posverdad en el debate político es preocupante al menos por tres razones interconectadas: i) permite el engaño a los electores, con lo cual la noción misma de soberanía popular se ve erosionada; ii) permite el ascenso al poder de demagogos peligrosos, que pueden llevar al quiebre de la democracia; y iii) afecta la calidad de la discusión pública, lo cual es grave, pues la deliberación pública ayuda a corregir errores pues somete los argumentos empíricos y teóricos a la controversia, que muestra las debilidades y fortalezas de las distintas tesis y promueve entonces decisiones colectivas más racionales sobre los asuntos colectivos. Pero si las falsedades pueden circular impunemente y son incluso rentables políticamente, la democracia pierde esta capacidad.

Uno de los grandes desafíos de la democracia en los próximos años será entonces encontrar fórmulas sobre cómo enfrentar esta política de la postverdad. Pero no hay respuestas simples ni fáciles. Un ejemplo de esa dificultad es el controvertido auto de diciembre de la respetada magistrada del Consejo de Estado, Lucy Jeannette Bermúdez, que tuvo el buen propósito de combatir las falsedades de la campaña del No en el plebiscito, pero que, como trataré de analizar en textos ulteriores, incurrió en serios errores jurídicos y entró en un terreno muy discutible, al atribuir a los jueces la evaluación del impacto de las falsedades sobre las decisiones populares.

De interés: Democracia / Posverdad / Redes sociales

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