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DERECHOS COVID

Trabajadores cargan cajas con alimentos para venderlos en la Mercatón Campesina, en Bogotá. | Mauricio Dueñas, EFE

Colombia se enfrenta al punto más crítico de la lucha contra la Covid-19: en un lado, nuestro sistema de salud alcanzará en breve su máxima capacidad; en el otro, también se enfrenta a grandes retos sociales y económicos para atajar el avance del enemigo invisible y escurridizo.

Colombia se enfrenta al punto más crítico de la lucha contra la Covid-19: en un lado, nuestro sistema de salud alcanzará en breve su máxima capacidad; en el otro, también se enfrenta a grandes retos sociales y económicos para atajar el avance del enemigo invisible y escurridizo.

El panorama actual de la discusión sobre la pandemia ha virado, con suficientes razones, a la pregunta por cómo garantizar los derechos humanos de las personas con Covid-19. Es un tema de suma relevancia que involucra a múltiples actores y requiere un análisis juicioso, que ilustre y brinde algunas opciones y soluciones, como el que han realizado la academia y la sociedad civil, o la Comisión Interamericana en su más reciente Resolución. Sin embargo, necesitamos mantener vigente la preocupación por descubrir cómo contener al máximo la cadena de contagios sin que esto nos cueste, en el camino, mayores sufrimientos y barreras para los históricamente discriminados.

El 23 de marzo de este año, tanto la Organización de las Naciones Unidas como la Organización Mundial de la Salud advirtieron que el lavado de manos —y con esto el acceso constante a agua potable— era nuestra primera línea de defensa contra la Covid-19. Dicha afirmación se mantiene vigente ahora que nos acercamos al quinto mes de aislamiento social: las medidas higiénico-sanitarias salvan vidas. Sin embargo, debemos matizarla, complejizarla, a la luz de los efectos que ha tenido la pandemia en el crecimiento de la desigualdad y cómo la apuesta por la garantía de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales sigue siendo nuestra mejor estrategia.



La larga cuarentena comienza a tener serios efectos económicos: el desempleo para junio de este año ronda el 19.8% —sin contar el enorme crecimiento que ha tenido la informalidad—, sumado al esperado aumento de 6,5 puntos porcentuales en la tasa de pobreza a nivel nacional, preocupante además por los impactos que tiene para las zonas rurales. Los gobiernos de la región han tomado diferentes medidas económicas para la garantía del mínimo vital ante panoramas similares. En nuestro caso, las acciones del gobierno central han sido insuficientes. Los montos de Familias en Acción ($145.000), Jóvenes en Acción ($356.000), Colombia Mayor ($80.000) y el Ingreso Solidario ($160.000) no garantizan el mínimo vital, no atienden a todas las familias más pobres y son ineficientes. Además, este último se encuentra por debajo del monto promedio para Latinoamérica en programas de similar naturaleza.

Como consecuencia, cada vez más personas entran en una situación de hambre e inseguridad alimentaria. Afirman las Naciones Unidas y el Programa Mundial de Alimentación que 16 millones de personas en América Latina, 11 millones más que en 2019, no tendrán asegurado su alimento en los meses que vienen. En Colombia, a pesar de las ayudas alimentarias y económicas de los gobiernos locales y el nacional, la situación no deja de ser preocupante. Dos ejemplos: por un lado, los migrantes venezolanos no han encontrado alivio en las medidas sociales decretadas por el Estado, con lo cual deben exponerse diariamente al rebusque, la discriminación y el contagio; y, por otro, las cifras del Instituto Nacional de Salud que reportan 4.695 casos de niños y niñas menores de 5 años en estado de desnutrición crónica al mes de mayo, cuyos mayores números coinciden con zonas fronterizas, asentamientos étnico-raciales y de personas migrantes.

Los impactos económicos se extienden, por supuesto, a otros derechos sociales como la educación, a causa de la deserción escolar por la incapacidad de asumir el costo de las matrículas, y otras barreras como la tecnología o el acceso a internet; la vivienda digna, cuyas tímidas medidas decretadas no han evitado desalojos forzosos, pagos de renta y servicios públicos que se acumulan; y, por supuesto, agua potable: nuestra primera línea.

Este último, sin embargo, merece especial atención. En marzo, el Grupo de Expertos de la ONU, conformado por los relatores en todos los derechos y varios expertos internacionales, pidieron a los gobiernos garantizar de forma gratuita y constante el acceso a agua potable durante la pandemia. Sin embargo, en la ruralidad de departamentos como Guainía, Amazonas, Guaviare, Vaupés, Chocó o la Guajira el acceso a acueducto, y con ello al suministro de agua potable en sus hogares, no llega al 30%. Esto golpea de manera desproporcionada a los pueblos indígenas y comunidades campesinas y afro que habitan buena parte de estos territorios, siendo de particular urgencia la histórica vulneración de derechos humanos que vive el pueblo Wayúu, a la cual me he referido en otra oportunidad.

Sin embargo, en las ciudades el drama lo viven 22.790 habitantes de calle —2.000 de ellos mayores de 60 años—, cerca de 900.000 migrantes y las trabajadoras sexuales, por su difícil situación socioeconómica, al carecer de una vivienda digna, salud y trabajo. A esto se suma la discriminación y exclusión de la cual son víctimas, derivando en un precario acceso a servicios básicos como el agua para el lavado de manos y el consumo. Desde Dejusticia publicamos un estudio más amplio y detallado, que complementa muy bien esta presentación panorámica.

En resumen, Colombia se enfrenta al punto más crítico de la dura partida contra la Covid-19: en un lado del campo, nuestro sistema de salud alcanzará en breve su máxima capacidad y llegarán, con ello, las decisiones más difíciles para la ética y los derechos humanos; pero, en el otro, también se enfrenta a grandes retos sociales y económicos para atajar el avance del enemigo invisible y escurridizo. Aunque la directa relación entre el riguroso seguimiento de las medidas higiénico-sanitarias, el distanciamiento social y la disminución del número de contagios parezca una obviedad, también debería serlo —aunque no parece ser así— la relación entre la desigualdad, el desempleo, el hambre y el acceso a agua potable, como condición de posibilidad para cumplir con todo lo demás. Por eso, a cinco meses de pandemia necesitamos apostarle a la garantía de los derechos sociales para la reducción de la desigualdad como siguiente jugada: esa es realmente nuestra primera línea de defensa.

De interés: DESC / Derechos Humanos / covid

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