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Estuve dos semanas en un curso internacional sobre posconflicto que reunió a 150 personas de países que han tenido guerras, la mayoría internas como la colombiana y algunos externas con grandes secuelas internas. Había gente de Liberia, Malí, Sir Lanka, India, Egipto, Etiopía, Pakistán, Afganistán, Turquía, Nigeria, Ruanda, Sudán, México, Yemen, Nepal… Todas sus historias son impactantes, interesantes y siempre tienen puntos en común con el caso de Colombia.

Estuve dos semanas en un curso internacional sobre posconflicto que reunió a 150 personas de países que han tenido guerras, la mayoría internas como la colombiana y algunos externas con grandes secuelas internas. Había gente de Liberia, Malí, Sir Lanka, India, Egipto, Etiopía, Pakistán, Afganistán, Turquía, Nigeria, Ruanda, Sudán, México, Yemen, Nepal… Todas sus historias son impactantes, interesantes y siempre tienen puntos en común con el caso de Colombia.

Las discusiones con ellos sobre el caso de Sierra Leona me llevaron a pensar sobre el perdón y el fin de la guerra.

Sierra Leona está ubicada en África Occidental. Es un pequeño país de no más de siete millones de personas que vivió una de las guerras civiles más cruentas de los últimos 50 años, que cobró la vida de 50.000 personas, una suma impactante, más para su baja población. Su guerra duró un poco más de la década de los noventa y fue brutal en números y en prácticas. Una de las prácticas usuales durante el conflicto fue la amputación de los brazos a las personas y en particular a los jóvenes. Les preguntaban si querían “manga larga” o “manga corta”; “manga larga” era apenas un poco más de la mano, “manga corta” desde arriba del codo.

Eso me lo contó David, que está trabajando en Liberia, otro pequeño país justo al lado de Sierra Leona con su propio conflicto. El corte tenía un impacto psicológico devastador para las personas y al mismo tiempo les impedía a las amputadas cargar armas y dispararlas, lo que hacía muy difícil la venganza.  

Estas amputaciones son solo una parte de la horrible historia pues otras prácticas igualmente cruentas, sobre las que no profundizaré (como la violencia contra las mujeres y contra los niños y niñas), jugaron también un papel importante en este conflicto. Con lo que ya he dicho basta para mostrar el horror. Después de hablar con David sigo sin salir de mi asombro de “lo que es capaz de hacer el hombre con el hombre”, como dice Primo Levi, y sigo pensando: ¿quién puede perdonar después de esto?

Para curar estas heridas de la guerra, una de las estrategias de verdad y reconciliación usadas en Sierra Leona buscaba que las víctimas y los antiguos combatientes se reunieran en sus comunidades, para conversar y expresar lo que había pasado y lo que pensaban sobre ello. Se reunían en torno al fuego o en una rotonda y hablaban de lo que les había pasado, incluso señalaban quién había sido la persona que les había hecho daño, si allí estaba.  

Ahora hay un gran revuelo por un artículo que tiene una metodología muy sofisticada porque muestra que si bien esta estrategia generó perdón no consiguió que las víctimas se sintieran mejor. Las víctimas manifiestan que han perdonado de distintas formas pero se sienten más intranquilas, ansiosas, deprimidas y tienen síntomas de estrés postraumático. La razón, dice el artículo, es que una sola sesión en público solo expone a las personas nuevamente a la violencia que vivieron, sin permitirles tramitar esas experiencias. Además, la estrategia fue llevada años después de los hechos, lo cual fue un error. Por eso, una experiencia privada, reiterada en el tiempo y próxima a los eventos dolorosos es una mejor aproximación, dicen los autores. Las personas tienen derecho a no perdonar, a no perdonar las atrocidades de la guerra y a quienes las cometieron.

Este artículo y las discusiones con David y otros colegas me hicieron pensar dos cosas sobre el perdón. Primero, que es muy difícil perdonar y las víctimas nunca lo deberían sentir como una carga. Las personas tienen derecho a no perdonar, a no perdonar las atrocidades de la guerra y a quienes las cometieron. El perdón es una asunto tan personal que es decisión de cada víctima decidir si lo asume o no. Segundo, que las víctimas pueden manifestar que han perdonado y aun así sentirse peor. Esto muestra que el perdón no es una condición suficiente para sentirse mejor y reconstruir los proyectos de vida, y creo que tampoco es necesaria para hacerlo. Quizás el perdón facilita la restauración de los lazos de confianza y contribuye a reconstruir los vínculos sociales, pero no es un requisito suficiente ni necesario para alcanzar esos objetivos.

Otra cosa es el acto de pedir perdón. Esta sí es una acción que debería promoverse, darle un campo dentro y con el cuidado necesario, mirando los tiempos, los espacios, las formas. Debe haber oportunidades para pedir perdón y para que este acto se dé y para que lo pidan todos los victimarios, agentes del Estado e informales, todos. El acto de pedir perdón de las Farc en Bojayá es un buen camino en este propósito.  No perdonemos si no queremos, pero no nos matemos cuando tenemos un desacuerdo.

Por eso creo que el perdón (o el perdonar) debe pasar a un segundo plano y otras políticas deben ocupar el primero. Una de esas es la resolución de conflictos, a la cual me referiré en la siguiente entrada. Después de la firma de los acuerdos de paz, los colombianos seguirán teniendo desacuerdos sobre la extensión de sus tierras, la responsabilidad en accidentes de tránsito, el uso del suelo, los impactos ambientales de las actividades económicas, los desacuerdos sobre custodias y así una lista extensa. Entonces, es necesario que existan formas de resolver los conflictos que no sean violentas. Que lleven a que no nos matemos cuando tenemos un desacuerdo. Lo digo de otra forma: no perdonemos si no queremos, pero no nos matemos cuando tenemos un desacuerdo.

De interés: Posconflicto

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