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Nos negamos a creer que una persona «normal» pueda convertirse en un victimario capaz de violar y asesinar brutalmente a una niña, empalar a una mujer o quemar su cuerpo con sevicia

Nos negamos a creer que una persona «normal» pueda convertirse en un victimario capaz de violar y asesinar brutalmente a una niña, empalar a una mujer o quemar su cuerpo con sevicia

El aterrador caso contra Yuliana Samboní, la niña caucana, yanacona, que ha estremecido al país esta semana, nos recuerda otros casos como el de Dora Lilia Gálvez, mujer lesbiana brutalmente agredida, «disciplinada», y asesinada en la ciudad de Buga a inicios del mes de diciembre; el feminicidio contra María del Rosario Pabón, profesora de Bogotá, asesinada con arma blanca por su pareja en la localidad de Engativá en el mes de septiembre luego de haber pedido ayuda al Distrito por violencia intrafamiliar; y más atrás en el tiempo, el caso de Rosa Elvira Cely, mujer pobre, madre cabeza de familia, asesinada en el corazón de Bogotá, violada y empalada a manos de un hombre que tenía vigente una orden de captura por acceso carnal violento contra dos de sus hijastras, a cuya madre golpeaba.

Pensamos en los perpetradores y afirmamos que «son monstruos», «anormales». Nuestra primera reacción es negar la humanidad de los sujetos que cometen tales atrocidades. Nos negamos a creer que una persona «normal» pueda convertirse en un victimario capaz de violar y asesinar brutalmente a una niña, empalar a una mujer o quemar su cuerpo con sevicia. Sí, tienen que ser monstruos, porque de lo contrario, el violador puede ser mi papá, mi hijo, mi vecino, mi amigo, mi hermano.

Al mismo tiempo que miramos con temor a esos monstruos, asesinos, violadores, y rogamos nunca toparnos con uno de ellos, nos reímos o hacemos chistes que denigran a las mujeres y a las personas homosexuales; «no es tan grave», nos repetimos, «es solo un chiste». Entre chiste y chanza también dejamos pasar impávido al amigo de la fiesta al que vemos abusar de una mujer y justificarlo diciendo que estaba tomada: «quién la manda a pasarse de tragos». Tampoco reprobamos al compañero de la universidad o del trabajo, carismático y exitoso, que acosa a otra compañera; no vale la pena afectar la hoja de vida y el futuro profesional de un joven inteligente y prometedor, podemos dejar pasar una situación que seguramente no se va a volver a repetir. No cuestionamos a nuestros padres por enseñar a burlarnos de los hombres que «actúan como mujeres» o de las mujeres que no son «tan femeninas».

Nuestra cotidianidad está plagada de chistes que «no son tan graves», de justificaciones constantes a violencias injustificables y de pactos de silencio que tácitamente hacemos las personas «normales» para que esos supuestos hechos aislados no salgan a la luz. No confrontamos a quien hace el chiste, no hablamos del amigo abusador, no reprobamos el acoso. Solo silencio. Un silencio que mantiene los privilegios de quienes ejercen la violencia, pues pueden seguir haciéndolo sin restricción social alguna y sin miedo a perder su prestigio en un entorno que minimiza la gravedad de sus acciones. Esos «monstruos» a quienes tanto les tememos son hijos de nuestro silencio, de nuestra complicidad tácita. Son hijos de nuestra sociedad.

La crueldad de los hechos contra Yuliana, Dora Lilia, María del Rosario y Rosa Elvira, logró que estos casos fueran visibles en medios de comunicación, salieran del silencio cotidiano en el que se producen este tipo de violencias, y fueran ––en mayor o menor medida–– objeto del repudio social. Sin embargo, de acuerdo con Profamilia, la violencia de género afecta al 74 por ciento de las colombianas (Ends 2010). Y según el Instituto Nacional de Medicina Legal ––sin contar el subregistro–– cada 13 minutos una mujer es víctima de violencia, cada cuatro días una mujer es asesinada a manos de su pareja, y más de 51 mujeres en 24 horas son víctimas de violencia sexual. De manera paralela, la impunidad en este tipo de casos es alarmante. Solo a manera de ejemplo, de acuerdo con la Mesa de Seguimiento a los Autos de la Corte Constitucional sobre Violencia Sexual, la impunidad en este tipo de conductas supera el 97%, y de acuerdo con datos de la Fiscalía General de la Nación, la impunidad en casos de feminicidio ronda el 90%.

Cuando ocurren tales acontecimientos horrendos, la primera respuesta es pedir un durísimo castigo para los perpetradores, tal y como ocurre con las propuestas de avalar la cadena perpetua, o de impulsar su castración química. Sin embargo, si se observa el marco jurídico vigente en Colombia para este tipo de casos, encontramos que ante este tipo de crímenes es posible la aplicación de sanciones severas, y que existen medidas importantes en materia de prevención y protección para las víctimas. Algunas de las principales normas al respecto son la ley 294 de 1996 sobre violencia intrafamiliar, la ley 1257 de 2008 para prevenir y sancionar las violencias contra las mujeres, la ley 1719 de 2014 para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual y el código penal. Pese a esto, la impunidad sigue siendo estructural, y lo que es más preocupante, no hemos logrado que la ocurrencia de estos crímenes se reduzca de manera significativa.

Las leyes que tenemos son fuertes y están en vigor, pero no se cumplen entre otras razones porque su aplicación también está mediada por la cultura, y por deficiencias investigativas, en especial cuando el agresor es una persona desconocida. Por esto, y aunque es necesaria la aplicación de todo el rigor del derecho penal para tramitar estos casos, e incluso estudiar si estamos ante casos de pedofilia que requerirían un tratamiento interdisciplinario, debemos ––sobre todo–– enfrentar el problema desde una de sus principales raíces.

¿Qué hacer con los pactos de silencio y los comportamientos cotidianos que legitiman y reproducen la violencia en razón del género? ¿Por qué no confrontamos a quien hace el chiste sexista? ¿Por qué en lugar de culpar a la persona abusada no culpamos al abusador? La violencia en razón del género nos interpela directamente a cambiar nuestros comportamientos cotidianos; nos cuestiona sobre qué estamos haciendo mal y qué podemos hacer para no reproducir estereotipos dañinos, para no legitimar un contexto de violencia que silenciosamente aceptamos y que opera con impunidad.

Para entender las violencias contra las mujeres y las niñas, es necesario comprender cómo se usan para perpetuar la subordinación de lo que se ha considerado tradicionalmente femenino, disciplinar a quienes no cumplen con el mandato de la heterosexualidad, y cómo se intensifican en las personas más vulnerables. Para poder subvertir dicho orden, hay que cuestionar las relaciones de poder que de allí emergen. Si no está claro dicho engranaje, lo que ocurrió con Yuliana, Dora Lilia, María del Rosario, Rosa Elvira, y tantas otras, será leído como hechos aislados, manzanas podridas de la sociedad, verdaderos monstruos que no tienen ninguna relación conmigo.

Hasta el momento una de las mejores herramientas que tenemos para emprender dicha tarea y crear condiciones de igualdad ha sido el enfoque de género, tan fuertemente cuestionado en los últimos meses. Hoy, si algo nos demuestran los casos de Yuliana, Dora Lilia, María del Rosario y Rosa Elvira, y otras miles de mujeres y niñas anónimas, es la necesidad e importancia de aplicar dicho enfoque en nuestras políticas públicas y legislaciones, pero, principalmente, en nuestra cotidianidad en donde reproducimos prácticas discriminatorias.

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