Duda y certeza trocadas
Mauricio García Villegas Abril 13, 2012
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Un fundamentalista es alguien que siempre acomoda la realidad a lo que cree y por eso nunca está dispuesto a adaptar sus principios a los cambios que ocurren en el mundo.
Un fundamentalista es alguien que siempre acomoda la realidad a lo que cree y por eso nunca está dispuesto a adaptar sus principios a los cambios que ocurren en el mundo.
Eso le pasa, por ejemplo, a los neonazis; cuando alguien les habla del Holocausto, ellos dicen que semejantes hechos nunca sucedieron. También acontece con una buena parte de los cristianos evangelistas; cuando alguien les menciona la teoría de la evolución de las especies o el calentamiento global, ellos dicen que se trata de meras especulaciones porque contradicen lo dicho en la Biblia. Ante los hechos que no cuadran en su mente, los fundamentalistas cierran los ojos. Por eso se los llama ‘negacionistas’.
Al leer esta semana una columna del expresidente Uribe sobre la lucha contra las drogas ilegales (en El Colombiano), pienso que estamos ante otro caso de negacionismo. Según Uribe, el aumento de la criminalidad no está asociado con el carácter ilegal de las drogas, sino con su consumo (sin narcotráfico, dice Jorge Orlando Melo en su columna de esta semana, es posible que nos hubiésemos ahorrado cerca de 300.000 de los 640.000 homicidios que ha habido desde entonces); sugiere que con la legalización todos nos volveríamos consumidores potenciales y que es menos difícil rehabilitar a 33 millones de adictos que evitar el riesgo de contagio de 7 mil millones de habitantes (sin comentario), y, como si fuera poco, pone en tela de juicio que el aumento de la población carcelaria en los Estados Unidos se deba al encarcelamiento de consumidores de drogas (datos oficiales muestran otra cosa).
Estos argumentos desconocen la existencia de un relativo consenso sobre el fracaso del prohibicionismo, no sólo en la comunidad académica que ha estudiado el tema con rigor e imparcialidad política durante treinta años, sino también en la población de los Estados Unidos (según una encuesta publicada en agosto de 2011 —Angus Reid Public Opinion— el 67% de los estadounidenses cree que la guerra contra las drogas ha sido un fracaso y el 55% apoya la legalización de la marihuana). Más aún, el hecho de que el tema se esté debatiendo hoy en Cartagena es una prueba más de que ese consenso sobre el fracaso del prohibicionismo se está extendiendo (por fin) al mundo de los políticos.
Ante la contundencia de los hechos que amenazan sus creencias, los negacionistas han adoptado una nueva estrategia que consiste en imitar el escepticismo de los liberales. Así, para impedir que la teoría de la evolución se enseñe en las escuelas públicas invocan la libertad de enseñanza y el pluralismo en las creencias. Lo mismo hacen los negadores del calentamiento global: reducen las evidencias científicas a una opinión y la argumentación a una retórica.
Algo similar pasa con el tema de las drogas ilegales. Ante las evidencias que muestran los resultados positivos de políticas como la reducción del daño o la legalización regulada, implementadas en países como Holanda y Portugal (ver estudio de Douglas McVay en Drugs and Society), los negacionistas, con una mueca liberal, se declaran escépticos y piden pruebas más contundentes.
El negacionista vive en una especie de mundo intelectual al revés: ante la duda razonable se vuelve asertivo y dogmático; ante las evidencias fácticas, en cambio, reivindica la vacilación. El negacionista tiene trastocadas las operaciones mentales de la duda y la certeza. Eso se debe a que lo suyo no es la verdad, sino la adaptación del mundo a sus creencias.