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Todos queremos ser felices, ¿quién no?; pero como no tenemos la receta precisa para lograrlo, nos dedicamos a perseguir aquello que más se parece a la imagen que tenemos de la felicidad: dinero, amor, poder, tiempo libre, etc.

Todos queremos ser felices, ¿quién no?; pero como no tenemos la receta precisa para lograrlo, nos dedicamos a perseguir aquello que más se parece a la imagen que tenemos de la felicidad: dinero, amor, poder, tiempo libre, etc.

Todos queremos ser felices, ¿quién no?; pero como no tenemos la receta precisa para lograrlo, nos dedicamos a perseguir aquello que más se parece a la imagen que tenemos de la felicidad: dinero, amor, poder, tiempo libre, etc.

El problema es que en esa búsqueda nos despistamos, perdemos el norte y terminamos enfrascados en todo, menos en el empeño de ser felices. Lo mismo pasa con las sociedades. ¿Qué mejor país puede haber que aquel en donde todos tienen la posibilidad real de ser felices? Ninguno. No hay bien público más valioso que éste. Sin embargo, aquí también los países se pierden en el camino y terminan enredados en el logro de una cantidad de cosas que no conducen a la felicidad de su gente.

Hay, sin embargo, una excepción. Se trata del pequeño reino de Bután, un país ubicado en las montañas del Himalaya, en donde el rey Jigme Singye Wangchuck decidió impulsar la modernización, pero con una modificación importante: en lugar de utilizar el índice convencional de crecimiento económico, el cual se conoce como Producto Interno Bruto (PIB), propuso que el desarrollo se midiera con un índice de Felicidad Interna Bruta (FIB). Bután no es un ideal de democracia, pero su propuesta de tomar en serio el tema de la felicidad ha convencido a muchos, entre ellos a investigadores como Michael Pennock y Jeffrey Sachs.

La idea de que la política y la economía de los pueblos deben guiarse por la búsqueda de la felicidad, no es cosa nueva. El concepto de felicidad estaba en el centro de las preocupaciones de los pensadores del siglo XVIII. Voltaire decía que la gran preocupación, la única realmente importante, la que todos deberíamos tener presente, es la de ser felices. Los grandes pensadores de esa época también creían que la felicidad era lo primordial. En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), Thomas Jefferson empieza enumerando lo que para él y sus colegas eran verdades evidentes: la igualdad de todos, su derecho a vivir, a ser libres y a buscar la felicidad. Más clara todavía es la constitución francesa de 1793, en donde se dice, en su artículo primero, que “el fin de la sociedad es la felicidad de todos”.

Pero estas ideas se fueron desvaneciendo durante el siglo XIX y quedaron sepultadas en la segunda mitad del siglo XX, cuando una buena parte de la derecha republicana de los Estados Unidos impuso en el mundo entero (a través del llamado Consenso de Washington) un tipo de saber económico que, entre muchas cosas, reduce el desarrollo de los países al crecimiento del PIB. El problema con ese saber económico es su tremenda incapacidad para reconocer errores y renovarse. Por eso Paul Krugman (Nobel de Economía) dice que la crisis actual es un fracaso moral e intelectual, más que un fracaso económico.

La propuesta de un índice de felicidad (a pesar de las enormes dificultades que representa su aplicación) podría ayudar a abrir la imaginación de los economistas y de los gobernantes. Pero es poco probable que eso suceda. El pensamiento económico dominante se ha vuelto dogmático, como la religión o como el derecho. Parafraseando al viejo Keynes, pedirle hoy a un gobernante que adopte políticas públicas en favor de la felicidad de su pueblo es tan inútil como convencer a un evangélico creacionista de que la teoría de la evolución es cierta. “La reacción que se obtiene, diría Keynes, no es intelectual sino moral y mientras más persuasivo el argumento más grande es la ofensa”. ¡Qué infelicidad!

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