El aborto y la vida
Mauricio García Villegas noviembre 19, 2010
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ES DIFÍCIL ARMAR UNA DISCUSIÓN seria sobre políticas públicas con interlocutores que sólo obedecen a sus convicciones religiosas.
ES DIFÍCIL ARMAR UNA DISCUSIÓN seria sobre políticas públicas con interlocutores que sólo obedecen a sus convicciones religiosas.
ES DIFÍCIL ARMAR UNA DISCUSIÓN seria sobre políticas públicas con interlocutores que sólo obedecen a sus convicciones religiosas.
Eso es lo que pasa con quienes ahora proponen la prohibición total del aborto. El pasado 6 de noviembre el procurador Ordóñez dijo en una entrevista que “una sociedad que justifica el aborto puede justificar cualquier otro delito”. ¿De dónde saca esa afirmación? Lo que sucede es más bien lo contrario: las sociedades de los países europeos que permiten el aborto (que son casi todas) son mucho menos tolerantes con el delito que las sociedades latinoamericanas en donde está prohibido el aborto (que son casi todas).
La prohibición del aborto no sólo no mejora las cosas, sino que las empeora: cada año se producen en Colombia 350.000 abortos (22% de las mujeres entre 15 y 22 años tienen abortos), los cuales son practicados, por causa de la prohibición, en las peores condiciones de salubridad e higiene. Se calcula que cerca del 10% de la mortalidad materna tiene por causa el aborto. Frente a esta tragedia humanitaria los prohibicionistas adoptan una santa indiferencia, por no decir una cínica indolencia.
Viendo estas cifras, no deja de ser una paradoja que los prohibicionistas se presenten ante la opinión pública como los defensores del derecho a la vida y señalen a los partidarios de la despenalización como sus enemigos.
Dada la calidad de la argumentación que ofrecen los prohibicionistas, cada vez estoy más convencido de que la verdadera razón por la cual las jerarquías de la Iglesia Católica (con sus aliados en el Partido Conservador y en la Procuraduría) quieren penalizar de nuevo el aborto, no es por la defensa incondicional del derecho a la vida, como dicen ellos, sino por la misma razón por la cual la Iglesia siempre se ha opuesto a todas las medidas relacionadas con la liberalización sexual: en la moralización (léase satanización) de la vida sexual, la Iglesia encuentra hoy, como ha encontrado siempre, un poderoso mecanismo de reproducción y autojustificación de su oficio sacerdotal. La posibilidad de liberalizar el sexo para la Iglesia significaría un descalabro tan grande como el que padecería la DEA por causa de la liberalización de las drogas.
Que a la Iglesia le importa más el control del sexo que la defensa de la vida, es algo que se puede demostrar históricamente; el Vaticano siempre ha considerado que los pecados sexuales son más graves que los pecados contra la vida. “No hay ningún pecado que ofenda tanto a Dios”, dice El Doctrinal de la Sapiensa, (un célebre tratado de moral católica) como los pecados de la carne. En una clasificación de los pecados, desde el más grave hasta el más leve, hecha por el investigador Francisco Tomás y Valiente, se muestra cómo los pecados sexuales están siempre en las primeras posiciones, por encima de los pecados contra la vida. La defensa de la Iglesia, del rey, de la fe e incluso de la honra, siempre estuvo, para la Iglesia, por encima de la defensa de la vida.
¿Que eso era antes y que ahora sí están convencidos de que la defensa de la vida está por encima de la defensa del sexo? Lo dudo. Si así fuese se cuidarían de predicar en el África contra el uso del condón y en Colombia ya habrían emprendido campañas contra la desaparición forzosa, contra el paramilitarismo y contra los falsos positivos con igual o mayor empeño que la campaña que han emprendido contra el aborto.