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Se acaba 2016 y no encuentro un mejor título para encapsularlo que el de una columna de Martín Caparrós: “el año en que chocamos con nosotros mismos”.

Se acaba 2016 y no encuentro un mejor título para encapsularlo que el de una columna de Martín Caparrós: “el año en que chocamos con nosotros mismos”.

Nosotros, los que profesamos las libertades, los derechos humanos, la democracia y la justicia social –este periódico, la mayoría de universidades y ONG, los partidos y movimientos progresistas, los ciudadanos liberales del planeta— encallamos en inmensas rocas que no atisbamos “y descubrimos que esa roca era el mundo en que vivimos”, como escribió Caparrós. El vecino que votó No en el plebiscito, el desempleado blanco que eligió a Trump: nos fuimos de bruces contra la otra mitad de nosotros mismos.

Nos embarcamos luego en una honda reflexión. “¿Debemos, entonces, dejar de lado los reclamos de los marginados para complacer a esas supuestas mayorías con agendas morales y políticas que consideramos dañinas y excluyentes?”, se preguntó el editorial de este diario. Respondió con un “no” contundente, reafirmando el compromiso de un medio liberal-progresista con las causas de una miríada de grupos discriminados, desde los pueblos étnicos hasta las mujeres y la población LGBTI. Con ello criticaba un artículo provocador del historiador Mark Lilla que anunciaba “el fin del liberalismo de la identidad” –la variedad perdedora en las elecciones de EE. UU.–, centrada más en reivindicar la diferencia (racial, de orientación sexual, de género, etc.) que la lucha tradicional del progresismo por la justicia económica.

Comparto el sentido del editorial y las causas que defiende, pero no creo que la crítica pueda despacharse con tanta certeza. Las preguntas de Lilla son las de muchos progresistas que vieron cómo las agendas de las mujeres, los afros, la comunidad LGBTI, las personas con discapacidad, se fueron fragmentando cada vez más hasta construir murallas entre ellas. Y entre ellas y la agenda de la igualdad económica, que terminó siendo usurpada por un billonario de derecha. El genial Ian McEwan capta el espíritu de la época en su última novela (Nutshell), al poner en boca de su personaje la siguiente admonición: “Al diablo con la justicia social. Seré un activista de las emociones…mi identidad será mi única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad”.

La cosa no ha ido tan lejos en Colombia y América Latina, pero el riesgo está ahí. En los círculos progresistas, las exigencias justificadas de reconocer la discriminación específica de un grupo, se convierten a veces en reclamos sectarios que impiden causas comunes, incluyendo contra la pobreza y la desigualdad económica.

Si seguimos por ahí, vamos directo a otra roca. Encerrado en sus diferencias internas y sus cámaras de eco, el progresismo le está cediendo al uribismo los discursos unificadores y la otra mitad del país. Una coalición arcoíris no sería suficiente para evitar que la derecha vuelva al poder, reverse los logros de la paz y profundice la desigualdad en 2018.

“Vivimos en la era de la autoexpresión, donde se escucha poco”, concluye McEwan. Quizás no haya una tarea más importante para 2017 que escucharnos mutuamente y, sobre todo, escuchar los temas y la gente que nos tomaron por sorpresa este año.

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