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La falta de un Estado eficaz y legítimo, que logre la obediencia de la gente, ha llevado a Colombia al círculo vicioso entre violencia-paz-violencia desde el siglo XIX, con 26 procesos de amnistía y 63 indultos.

La falta de un Estado eficaz y legítimo, que logre la obediencia de la gente, ha llevado a Colombia al círculo vicioso entre violencia-paz-violencia desde el siglo XIX, con 26 procesos de amnistía y 63 indultos.

En San Vicente del Caguán las Farc impusieron su ley durante décadas: cobraban impuestos, impartían justicia y hasta construían carreteras. Hoy han dejado las armas y se han retirado del municipio. Sin embargo, una disidencia suya (del séptimo frente), comandada por un tal “Gentil Duarte”, está haciendo lo mismo. Es lo que informa La Silla Vacía (LSV) en una de sus noticias de esta semana. El nuevo grupo ilegal está cobrando grandes cantidades de dinero a los finqueros. Ya no son los usuales $7 millones anuales que cobraban las Farc, sino cientos de millones, dice LSV en su informe. Hechos similares están ocurriendo en otros territorios del país en donde las Farc se han retirado.

Esto demuestra que la paz es un objetivo mucho más difícil de conseguir de lo que parece. De poco sirve que un grupo armado se desmovilice cuando viene otro detrás que hace lo mismo. La paz depende, por supuesto, de los avances en las negociaciones entre el Estado y los levantados en armas. Pero eso no es suficiente. Hace falta algo más, algo sin lo cual la violencia reaparece; como reaparece el óxido en el hierro cuando está expuesto a la intemperie; por más que el metal se lije, el moho ferroso se reproduce. Ese algo es un Estado local capaz de imponer un orden legítimo. Un Estado que tenga la fuerza suficiente (disuasiva, burocrática, social, administrativa, económica y política) para imponerse a todos los poderes locales que intentan reemplazarlo.

Cuando ese Estado no existe, surgen actores ilegales que intentan (por interés o por necesidad) tomar su lugar: imparten justicia, cobran impuestos y hasta proveen servicios públicos. El Estado oficial sigue existiendo, pero solo en el papel, en los códigos, en la nómina de funcionarios, en los subsidios que recibe la gente, en las rutinas oficiales, en los helicópteros que sobrevuelan el territorio, en las elecciones y en los discursos oficiales. Pero detrás de todo eso está el grupo (o los grupos) que ejerce el poder real, que decide, que impone, que cobra, que mata, que castiga y que se hace obedecer. Cuando, en cambio, hay un Estado con leyes claras que no se acomodan a las circunstancias, con sanciones precisas y efectivas que no se negocian, y con una población que lo apoya y respeta, los incentivos para capturar o reemplazar al Estado se acaban.

Puede haber razones sociales y políticas que ayuden a explicar el surgimiento de los grupos insurgentes y, en general, de los grupos ilegales en Colombia. Pero eso no es lo primordial; es sobre todo la falta de un Estado eficaz y legítimo, un Estado que logre la obediencia de la gente, lo que mejor explica la cantidad de grupos que se levantan (y se han levantado) contra la sociedad y contra sus instituciones. Por falta de ese Estado es que en Colombia hemos padecido un círculo vicioso entre violencia-paz-violencia desde el siglo XIX, con 26 procesos de amnistía y 63 indultos.

Con esto no estoy insinuando que en esta ocasión (con las Farc) también estemos abocados al fracaso. Por supuesto que no. Simplemente estoy diciendo que lo que está ocurriendo en San Vicente del Caguán (y en otros lugares) es una señal de alerta que debe ser tenida en cuenta para apurar la construcción de instituciones locales eficaces que, en asocio con las comunidades y la fuerza pública, faciliten el orden y la justicia social.

Esa tarea (una promesa incumplida por más de dos siglos) es algo así como el anticorrosivo de la paz; lo que impide que la guerra se adhiera al cuerpo social después de que el grupo armado entrega sus armas.

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