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Abrirse al desacuerdo implica exponerse a ideas contrarias y contemplar la posibilidad de dejarse convencer. No significa que sea cómodo pero es necesario para construir una sociedad en paz.

Abrirse al desacuerdo implica exponerse a ideas contrarias y contemplar la posibilidad de dejarse convencer. No significa que sea cómodo pero es necesario para construir una sociedad en paz.

A juzgar por el tono de los debates en medios y redes sociales, los colombianos estamos reemplazando la guerra de las armas por la guerra de las palabras. Los insultos del arranque de la campaña presidencial se sumaron a los resentimientos avivados por el primer aniversario del plebiscito del 2 de octubre. Nos recordaron cuán polarizados seguimos, qué fácil es descalificar a otros y qué tan difícil es el arte del desacuerdo.

Traigo la idea del arte del desacuerdo de un discurso extraordinario de alguien con quien normalmente yo estaría en desacuerdo: el columnista conservador Bret Stephens —libertario económico, escéptico sobre la urgencia del cambio climático—, quien hace poco recibió el premio del Instituto Lowly en Australia por la calidad y la persistencia de su labor periodística de llevar la contraria. Por eso sus críticos (cuyas posiciones yo normalmente compartiría) intentaron sabotear su elección al premio, como lo hicieron hace unos años cuando ganó el Pulitzer.

En Colombia no hemos llegado al extremo que sufre Stephens en EE. UU., donde los pensadores progresistas son vetados en medios de propaganda reaccionaria como Fox News y los conservadores son callados por estudiantes enfurecidos en las universidades progresistas. Pero nos acercamos peligrosamente a esa partición del país. Cada vez es menos lo que está permitido decir —sobre la JEP, sobre los candidatos presidenciales, etc.—, antes de que se desate una turba de trolls del otro lado en redes sociales, o los contraargumentos se conviertan en ofensas personales.

Como polarizar gana votos y en 140 caracteres cabe mejor un dardo que una razón, es posible que la tentación sea insuperable para los políticos. Pero los ciudadanos y los medios no tenemos por qué seguir el juego, por qué replicar el tonito.

Vale la pena recuperar tres elementos del olvidado arte del desacuerdo, que Stephens recuerda en el discurso de aceptación de su premio. El primero es la actitud básica: “Callarse, escuchar, hacer una pausa y, ahí sí, hablar”. En debates con contradictores he notado que no solemos hacer contacto visual, lo cual sería un buen comienzo de reconocimiento mutuo. Que yo sepa, uno no convence a nadie que no reconozca.

Segundo, hay que saber que todas las grandes ideas son, en alguna medida, un desacuerdo con otra gran idea. Otra gran idea que hay que tomarse el trabajo de entender bien para criticar bien, o para dejarse persuadir por ella. Siempre me ha parecido sabia la sentencia de Bertrand Russell: “No me haría matar por ninguna idea, porque es posible que esté equivocado”.

Tercero, los medios, las universidades y el debate público deben ser preservados como esferas para el intercambio libre de ideas. Salman Rushdie lo dijo mejor, hablando hace poco sobre la intolerancia creciente en las universidades: estas deben ser un espacio seguro para el pensamiento, no un espacio seguro frente al pensamiento.

Abrirse al desacuerdo implica exponerse a ideas contrarias y contemplar la posibilidad de dejarse convencer. Es menos cómodo que permanecer en las cámaras de eco de nuestros círculos y redes sociales. Pero quizás haya pocas cosas tan necesarias para construir una sociedad en paz.

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