El avance de la grosería
Mauricio García Villegas diciembre 24, 2024
Muchos influenciadores y políticos saben que el trato vejatorio no solo no los perjudica, sino que propulsa sus carreras; lo que importa es tener fama, así sea mala fama; sobresalir en medio de la masa, así sea por motivos innobles. | EFE
La gente grosera le pone pólvora a la conversación y la historia de la humanidad nos ha mostrado que entre esa pólvora de palabras y la real no siempre hay mucho trecho.
La gente grosera le pone pólvora a la conversación y la historia de la humanidad nos ha mostrado que entre esa pólvora de palabras y la real no siempre hay mucho trecho.
En algún momento de la vida todos le hemos deseado el mal a alguien, incluso su muerte; hay una parte de nuestra mente (sobre todo la masculina) que todavía obedece a los impulsos del primate agresivo que nos precedió en la cadena evolutiva. También sentimos lo opuesto: anhelar el bien de un ser querido, al punto de querer dar todo, incluso la propia vida por esa persona. El ser humano es una combinación disonante de afectos y de odios, todo ello moderado por la cultura, que nos enseña a ser sociables, incluso a ser decentes con nuestros enemigos.
Me pregunto si algo no está fallando en esa cultura. Lo digo pensando en lo común que se ha vuelto la grosería en la sociedad actual. La semana pasada, el presidente Gustavo Petro estuvo a punto de nombrar a Daniel Mendoza de embajador en Tailandia; si no lo hizo fue por la reacción en contra que desató la información sobre la indecencia nefanda del postulado. Personajes de esa categoría, aunque tal vez menos toscos, como el ministro de Educación y el exembajador Armando Benedetti, han tenido mejor suerte en el actual gobierno.
La grosería, por supuesto, no es un rasgo exclusivo de la izquierda; ahí está para demostrarlo el caso del excandidato Rodolfo Hernández, un rústico consumado y de Álvaro Uribe, al menos cuando se le “salta la piedra”, para no hablar de Javier Milei y de Donald Trump. Las redes sociales le han puesto un megáfono a la ordinariez y, de esta manera, están contribuyendo a crear un ambiente de patanería en el debate público. Muchos influenciadores y políticos saben que el trato vejatorio no solo no los perjudica, sino que propulsa sus carreras; lo que importa es tener fama, así sea mala fama; sobresalir en medio de la masa, así sea por motivos innobles.
La lógica del insulto es la del escalamiento y ocurre de la siguiente manera: A denigra de B y para ello utiliza una serie de apelativos que inventan o exageran su maldad; B, a su turno, responde con agravios redoblados y a medida que transcurre la afrenta, las palabras de ambos van aumentando de calibre y con ellas los odios y el impulso de aniquilar al oponente. El desprecio por alguien y el lenguaje soez que lo expresa forman un espiral que no pocas veces termina, a falta de más apelativos hirientes, en violencia.
De ahí el valor de los buenos modales en la vida social. No faltan los jóvenes que oponen la cortesía a la autenticidad, como si la franqueza siempre fuera una virtud. Pero quien va por el mundo haciendo gala de una sinceridad indolente, sin freno para decir lo que siente (“cómo estás de fea hoy” o “cómo envidio tu éxito”) se vuelve insoportable para los demás. La urbanidad, en cambio, puede no ser franca (tampoco es una mentira) pero tiene la virtualidad de aplacar los sentimientos disociativos. Cuando se adopta la costumbre de utilizar un lenguaje que modera lo que se siente, se termina sintiendo lo que esas palabras expresan. Por el contrario, la gente grosera le pone pólvora a la conversación y la historia de la humanidad nos ha mostrado que entre esa pólvora de palabras y la real no siempre hay mucho trecho.
En el mundo diplomático, guiado por el crudo interés nacional, priman la cortesía y los buenos modales. Por muy ambiciosas que sean las partes y por mucho que se odien, los buenos diplomáticos conservan la decencia, que es algo así como el reconocimiento de la dignidad del oponente. Es justo en ese ámbito profesional que Petro quería nombrar a Mendoza; algo tan absurdo como poner a un luchador de sumo a bailar ballet.