El consenso de Viena está roto y no lo curaremos
Isabel Pereira Arana abril 1, 2019
| Department of Foreign Affairs and Trade, Flickr (CC BY 2.0)
Seguir profundizando la idea de que las personas que cultivan, trafican y usan drogas, son tan ciudadanos y seres humanos como los demás, es un primer gran paso para restaurar los derechos a poblaciones que han sufrido los daños de la prohibición.
Seguir profundizando la idea de que las personas que cultivan, trafican y usan drogas, son tan ciudadanos y seres humanos como los demás, es un primer gran paso para restaurar los derechos a poblaciones que han sufrido los daños de la prohibición.
La política global de drogas que nace de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 ha estado plagada del nocivo ‘Consenso de Viena’: la inercia del aparato burocrático que gobierna la aplicación de las leyes de drogas para el mundo desde esta ciudad, y que se resiste a reconocer la urgente necesidad de reemplazar la prohibición de las sustancias hacia políticas más inteligentes y eficientes. Pero este consenso, enhorabuena, está mostrando señales de ruptura
Los 52 países que hacen parte de la Comisión de Estupefacientes (CND), órgano de gobierno de los tratados de drogas, y cientos de miembros de la sociedad civil, se congregaron una vez más en Viena para el Segmento Ministerial entre el 14 y 15 de marzo. En 2019 se cumplen los 10 años del plan de acción que se planteaba como objetivo un “mundo libre de drogas”. Entre ese entonces y el presente, el mundo fracasó de manera espectacular, como lo mostró el informe sombra presentado por el Consorcio Internacional de Políticas de Drogas, pero además infringió daños muy dolorosos en los intentos por lograr un objetivo irrealista.
No ayuda a estas negociaciones estar siempre congregados en Viena. A diferencia de otros espacios multilaterales de negociación en Naciones Unidas, como el cambio climático o el comercio de especies amenazadas, cuya Conferencia de las Partes cambia cada edición de sede, e incluye a todos los Estados que han firmado el Tratado, el régimen de control de sustancias se negocia cada año, en la misma ciudad, solo con los países de la CND. Este factor, en sí mismo, hace que la participación de muchos países sea limitada, no solo por la imposibilidad de estar en Viena, sino por la desarticulación con espacios que son clásicos a otros debates de derechos humanos y desarrollo sostenible, como son Ginebra y Nueva York.
Los reflejos de la ruptura del consenso son evidentes en la plenaria. Ya no hay, como había hace 10 años, acuerdos mínimos por parte de los países sobre las drogas, o la mejor manera de abordarlas. Esto en sí mismo representa un avance: mientras en 2009 todos los países estaban de acuerdo en desear y trabajar por ‘un mundo libre de drogas’, varios ya aprendieron hoy que ese es un objetivo insensato, insensible, y sobre todo dañino. Que la especie humana, desde que existe, ha buscado maneras de alterar los estados de conciencia a través de sustancias psicoactivas y que prohibirlas no genera sino dolor y corrupción. Esta ruptura finalmente expone al amplio abanico de posibilidades que hay dentro de la política de drogas que antes había ocultado la fachada de estar de acuerdo en todo, y ahí se abre una caja de pandora con lo bueno, lo malo, y lo feo de la relación entre los estados y las sustancias ilícitas.
De un lado, países conservadores agitan las banderas para una guerra contra las drogas, incluyendo en su arsenal de batalla la pena de muerte, milicias dedicadas a perseguir personas que usan y venden drogas, ejecuciones extrajudiciales, internamiento obligatorio en centros de rehabilitación y prohibición de programas de reducción de daños para personas que usan drogas. El caso más extremo es Filipinas, donde han asesinado aproximadamente a 27.000 personas en ejecuciones extrajudiciales, como reporta el informe sombra del IDPC para Asia.
En la plenaria, las voces de los países conservadores – Rusia, Pakistán, Singapur, entre otros – hablan de una sociedad temerosa de dios, que debe temer a su vez a las drogas, en el nombre de la protección de los niños. Pero también había voces sensatas, como Canadá, México, y Australia, que le recordaban a esta Comisión que es responsabilidad de los Estados garantizar el derecho a la salud y el bienestar y su población. A nombre de la sociedad civil de Nueva Zelanda, se escuchaba en la plenaria: “En el país, como en muchos otros países, son los pobres, los jóvenes, los pueblos originarios, y las comunidades LGBTIQ que cargan el peso más duro [del uso problemático de drogas]. Son, todos ellos, neozelandeses.” La delegada resaltaba algo que es obvio pero a la vez complicado: en el nombre de prohibir las sustancias se ha desconocido la ciudadanía misma: el derecho a la salud de las personas que usan drogas, el derecho al desarrollo de quienes cultivan plantas ilegales, y el derecho al debido proceso para las personas que trafican, entre muchos otros abusos, como lo documentó la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en 2015. Parece muy fácil para las sociedades alrededor del mundo olvidar que las personas que usamos drogas, o que cultivan, o que trafican, son también ciudadanos.
En el otro extremo del consenso roto están los países que navegan las posibilidades de reforma. Algunas de estas alternativas están en las posibilidades de los tratados: descriminalización del uso personal de drogas, alternativas al encarcelamiento, y la promoción del desarrollo rural en regiones donde se cultivan las plantas ilícitas. Un primer paso está en descriminalizar el uso personal de drogas, que aun es un delito en muchos países del mundo, y recientemente la junta de Directores de Agencias de las Naciones Unidas recomendó de manera unánime esta medida a los Estados.
Pero hay otras posibilidades de reforma que extralimitan las de los tratados prohibicionistas: en estos 10 años cada vez más jurisdicciones (Estados nacionales y estados dentro de los Estados Unidos) se suman a la oleada de regulación de drogas como el cannabis, yendo en contra de las Convenciones, pues reconocieron que el sistema de la prohibición era ineficiente para alcanzar las metas de salud pública y protección de derechos. Muchos países reconocen hoy, como lo hizo Estados Unidos cuando desmanteló la prohibición del alcohol, que prohibir las sustancias no las hace desaparecer, sino que por el contrario genera incentivos para volverlas más potentes, riesgosas, y crea redes criminales que minan el Estado de Derecho. Hoy, países como Uruguay y Canadá reconocen esta realidad y hacen lo propio con el cannabis, pero con la dificultad de estar yendo en contra del derecho internacional y sus obligaciones frente a los tratados.
De los días en Viena nos queda una declaración política corta, adoptada por el falso consenso en el primer día, que reconoce unos objetivos que siguen siendo imposibles de alcanzar, como es “un mundo libre del abuso de drogas”. Los países entonces podrán escoger, en ese rango de flexibilidad, la política de drogas que consideren, y el rango de posibilidades incluye la violencia, pero también incluye la dignidad y la compasión.
La próxima década en la política global de drogas empezará a navegar, con cada vez mayores tensiones, la exposición de la profunda fractura. En los próximos 10 años una gran tarea será seguir llevando los temas de la política de drogas y sus nocivos impactos a los escenarios de derechos humanos y desarrollo. Ya los países están de acuerdo en muy poco, y estas fisuras se exponen a nivel multilateral y bilateral. Seguir profundizando la idea de que las personas que cultivan, trafican y usan drogas, son tan ciudadanos y seres humanos como los demás, es un primer gran paso para restaurar los derechos a poblaciones que han sufrido los daños de la prohibición.