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En uno de los momentos más difíciles de la Revolución Francesa (septiembre de 1793), cuando Robespierre temía que su proyecto político se derrumbara, el gobierno revolucionario promulgó una ley que consideraba sospechosos a “todos aquellos que por su comportamiento, sus relaciones, sus propósitos, sus escritos, se muestren como partidarios del federalismo y enemigos de la libertad”.

En uno de los momentos más difíciles de la Revolución Francesa (septiembre de 1793), cuando Robespierre temía que su proyecto político se derrumbara, el gobierno revolucionario promulgó una ley que consideraba sospechosos a “todos aquellos que por su comportamiento, sus relaciones, sus propósitos, sus escritos, se muestren como partidarios del federalismo y enemigos de la libertad”.

A partir de esta norma vaporosa, en la que muchos inocentes quedaron atrapados, y de la obligación de delatar a los sospechosos, se dio inicio a la época del terror.

Traigo a colación este hecho a propósito de la noticia divulgada esta semana sobre la decisión del presidente Maduro de crear un correo electrónico para que los militantes chavistas denuncien a los infiltrados, espías o disidentes. El presidente Chávez había intentado hacer algo parecido con una “ley de contrainteligencia”, en la que se obligaba a los ciudadanos a suministrar información sobre posibles enemigos de la revolución. Esa norma, conocida como la “ley sapo”, fue finalmente retirada, ante las críticas que suscitó. En Colombia ocurrió algo parecido con el presidente Uribe (¡cómo se parecen los contrarios!), quien propuso, en 2010, que se les pagara a mil jóvenes estudiantes en Medellín para que sirvieran como delatores ante la fuerza pública. Esta norma también fue muy criticada y también se vino abajo.

En Venezuela y en Colombia existe un profundo menosprecio cultural por quienes delatan a los demás; por eso se les llama sapos. Este desprecio no solo ocurre cuando se trata de hechos ilegales, en el ámbito público, sino también en relación con fraudes, engaños o trampas que ocurren en establecimientos privados (oficinas, universidades, fábricas) y por supuesto en el espacio público (calles, parques, etc.). Denunciar al otro es visto como un acto indigno, propio de gente mezquina y poco confiable. Esta cultura del anti-sapo, y la solidaridad entre subordinados que ella despierta, ha sido probablemente alimentada por una larga tradición regional de abusos en el ejercicio de la autoridad. Pero esta cultura también tiene sus problemas: contribuye a la impunidad, obstaculiza la actuación de las autoridades y termina creando un clima social ideal para que los vivos y los tramposos hagan de las suyas. Por eso Antanas Mockus, cuando era alcalde, creó “el día de la croactividad”, para acabar con la ley del silencio y promover el compromiso de los bogotanos con la ciudad y los bienes públicos.

Pero una cosa es defender a estos sapos cívicos (yo también lo he hecho aquí muchas veces) y otra muy distinta es defender a los sapos que delatan a quienes, en un régimen autoritario, se apartan de la doctrina oficial, la cual es vista como la única fuente del bien y de la verdad. Dado ese fundamentalismo, nada de extraño tiene que dicha doctrina se convierta en una religión de Estado y que los disidentes sean vistos como infieles enemigos de la comunidad de creyentes. Así sucedió con Robespierre, cuando impulsó el culto al “Ser supremo”, y así ocurre hoy en Venezuela cuando las huestes bolivarianas rezan el Padrenuestro chavista (“Chávez nuestro que estás en el cielo, en la tierra, en el mar y en nosotros, los y las delegadas, santificado sea tu nombre…”).

Por eso creo que el correo creado por Maduro para los delatores se parece mucho a la célebre “ventana de la discordia”, también conocida como “buzón de la ignominia”, que está ubicada a un costado de la Casa de la Inquisición en Cartagena y en donde la gente depositaba, en la época colonial, cartas anónimas con los nombres de las personas que, según ellos, no tenían la fe que exigían las autoridades.

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