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Debate sobre la salud

De nada sirve defender un buen modelo de salud pública cuando se subestiman las condiciones fácticas que lo hacen posible (o imposible). | EFE

El debate sobre qué tipo de sistema de salud es mejor (público, privado o mixto) tiene dos dimensiones: una política y otra técnica. Mi punto es que la discusión sobre lo primero debe estar conectada con lo segundo.

El debate sobre qué tipo de sistema de salud es mejor (público, privado o mixto) tiene dos dimensiones: una política y otra técnica. Mi punto es que la discusión sobre lo primero debe estar conectada con lo segundo.

Un gobernante que quiera lograr un cambio social necesita, de entrada, dos cosas: tener una idea clara sobre qué cambio es el mejor y conocer lo suficientemente bien su país para saber si ese cambio es viable o no. Hay culturas políticas, como la nuestra, que le dan una gran importancia a lo primero, a las ideas de cambio, pero subestiman lo segundo, su viabilidad. Los revolucionarios franceses de 1789, por ejemplo, pensaban que las buenas ideas se valían por sí mismas y que el problema de su implementación era un asunto menor, burocrático y rutinario.

El Gobierno de Gustavo Petro, como buen representante de esa cultura, se ha trazado objetivos importantes, pero desestima sus problemas de implementación. Eso pasa con varios de sus proyectos, como los de la transición energética, la paz total y la salud pública. En otras columnas hablaré de los dos primeros, ahora me quiero concentrar en el de la salud.

No soy un experto en este tema, pero mi modesta mirada de sociólogo del derecho me lleva a pensar que, si bien el objetivo de estatizar la salud puede ser valioso (algo discutible, claro), difícilmente existen en el país las condiciones fácticas que se requieren para hacerlo viable. Entre estas condiciones hay dos muy importantes. La primera es la capacidad técnica para administrar un proyecto tan grande. Al Estado le cuesta ser eficiente en la gerencia del día a día, entre otras cosas porque cuando hace las cosas mal no suele pasar nada: ni los que administran caen en desgracia (pasan a otro cargo) ni la institucionalidad se derrumba (el Estado no se quiebra). La falta de competencias técnicas es, además, particularmente aguda en los municipios más pobres, muchos de ellos ubicados en la periferia del país, con poca o nula capacidad para llevar a cabo las funciones básicas que la Constitución les asigna.

En segundo lugar, y tal vez esto es lo más grave, el Estado no puede impedir que una buena parte de los recursos públicos se pierda en las redes de corrupción política. Dado que la lucha contra el clientelismo no parece ser, ni mucho menos, una de las banderas de este Gobierno, la corrupción será inevitable, con lo cual podemos pasar de un sistema semipúblico que funciona más o menos bien a uno público que funciona mal. En un país en el que se roban la plata de la alimentación escolar, ¿qué podemos esperar del manejo de todo el dinero de la salud en las manos de la clase política?

En sociedades que tienen Estados con altos índices de ineficacia y de corrupción, un sistema mixto de salud, en donde los privados gerencian y el Estado regula y controla, parece ser el mejor posible. Los privados también roban, claro, pero el Estado, que lo hace mejor de policía que de gerente, los puede sancionar. El hecho es que, en los últimos 30 años, se han logrado progresos significativos en esta alianza público-privada de la salud, sobre todo en la capacidad del Estado para regular y vigilar a los privados.

En síntesis, el debate sobre qué tipo de sistema de salud es mejor (público, privado o mixto) tiene dos dimensiones: una política y otra técnica. Mi punto es que la discusión sobre lo primero debe estar conectada con lo segundo. De nada sirve defender un buen modelo de salud pública cuando se subestiman las condiciones fácticas que lo hacen posible (o imposible). Gobernar bien no solo implica tener buenas ideas, también implica saber en qué condiciones y cómo esas ideas pueden traducirse en políticas públicas eficientes. En este Gobierno hay demasiado populismo y las visiones técnicas se echan de menos. Y, claro, la salida del ministro Gaviria no mejora las cosas.


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