El deber de no fumigar
César Rodríguez Garavito Mayo 1, 2015
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Al pedir la suspensión de las fumigaciones aéreas con glifosato, el ministro de Salud atendió no solo los dictámenes científicos, sino deberes legales y principios elementales de cualquier política pública.
Al pedir la suspensión de las fumigaciones aéreas con glifosato, el ministro de Salud atendió no solo los dictámenes científicos, sino deberes legales y principios elementales de cualquier política pública.
Los mismos que el ministro de Defensa, el procurador y los demás defensores de las fumigaciones se empecinan en desconocer.
La opinión científica vino de la fuente más autorizada: la Organización Mundial de la Salud, basada en un estudio de años de la Agencia Internacional para el Estudio del Cáncer, cuyas credenciales técnicas e independencia institucional están fuera de duda. Según el panel de expertos, hay suficiente evidencia de que el glifosato puede producir cáncer en los seres humanos.
El principal peligro en la mente de los científicos es el que corren los campesinos de todo el mundo que rocían sus cultivos con pequeñas dosis de la sustancia. Lo que les habrá parecido insólito, aun inverosímil, es que un solitario país en la esquina noroccidental de Sudamérica siga teniendo por política pública esparcir glifosato masivamente y desde el aire. Con fondos públicos que pagamos todos los colombianos, contra 20 años de evidencia, y a contrapelo de principios básicos de política pública.
El primer principio es el de costo-efectividad: como mínimo, una política pública no puede ser más cara que el supuesto mal que pretende enfrentar. Según lo reportó este diario, un estudio reciente de Daniel Mejía, Pascual Restrepo y Sandra Rozo muestra que, para eliminar una sola hectárea de coca, es preciso asperjar glifosato en 30 hectáreas, lo que cuesta unos 180 millones de pesos, es decir, más de 20 veces lo que vale la cocaína que se deja de producir.
A esta suma hay que añadirle una que parece no preocupar ni al ministro de Defensa ni al procurador, que no reparan en costos en su cruzada por mantener la fallida “guerra contra las drogas”. Se trata de las demandas millonarias que probablemente ganarán los afectados, desde los cultivadores arruinados por las fumigaciones indiscriminadas con los que uno se encuentra por doquier en el Pacífico, hasta los miles de campesinos y sus familias que pedirán la reparación que les debe el Estado por los cánceres y las muertes ocasionadas por el glifosato.
El otro principio elemental de política pública es el de precaución, que busca evitar daños irreparables y opera cuando ocurren tres circunstancias: que exista un riesgo generado por la actividad que promueve la política pública, que el daño potencial sea grave y que exista evidencia científica sobre la probabilidad (no la certeza) de que la actividad alentada por la política sea la que causa el daño. Con el dictamen de la OMS, este último requisito queda cumplido y, por tanto, el ministro tenía el deber legal de pedir la suspensión de la aspersión aérea, como ya lo había pedido la Corte Constitucional en casos específicos.
El mismo deber que tienen ahora la ANLA y el Consejo Nacional de Estupefacientes, al examinar la petición del ministro. Veinte años y billones de pesos después, ya va siendo hora.
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