El déjà vu de los baldíos: la Corte Constitucional puede evitar que nos devolvamos un siglo
Diana Güiza noviembre 29, 2016
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“Una proporción importante de las grandes concesiones de baldíos entre 1849-1872 fue para la extracción de quina (…) Entre los comerciantes de quina que obtuvieron concesiones de baldíos figuran personas que contaban con fortunas apreciables, y otros que habían sido altos funcionarios del Estado o tenían vínculos con el alto Gobierno. Entre ellos también había inversionistas extranjeros. Un peso similar tuvieron otros productos de exportación como el tabaco, el caucho, el añil y el café (…)”.
“Una proporción importante de las grandes concesiones de baldíos entre 1849-1872 fue para la extracción de quina (…) Entre los comerciantes de quina que obtuvieron concesiones de baldíos figuran personas que contaban con fortunas apreciables, y otros que habían sido altos funcionarios del Estado o tenían vínculos con el alto Gobierno. Entre ellos también había inversionistas extranjeros. Un peso similar tuvieron otros productos de exportación como el tabaco, el caucho, el añil y el café (…)”.
Así describe el Centro de Memoria Histórica –CMH–, en su reciente libro Tierras y conflictos rurales. Historia, políticas agrarias y protagonistas (pp. 43), cómo en el pasado personas con grandes capitales se quedaron con buena parte de las tierras del Estado. Hoy, a modo de déjà vu, la letra de la ley destina un porcentaje importante de las tierras públicas a particulares con grandes capitales. Con medidas de este estilo, perdemos la ventana de oportunidades que representa el Acuerdo de Paz, pues allí se reconoce a los campesinos como sujetos económicos y políticos, y se adoptan mecanismos para ampliar el acceso a la tierra a los trabajadores agrarios.
En contravía a esos fines, se han ido adoptando y aplicando herramientas para privilegiar a los grandes capitales en el campo. Una es el uso de medios legales distintos a los previstos para adquirir baldíos, como pasa con la entrega de esas tierras por prescripción adquisitiva de dominio. Y otra son las Zonas de Desarrollo Rural Económico y Social –Zidres (Ley 1776 y Decreto 1273 de 2016). En este texto nos dedicaremos a esta última y, en una próxima columna, intentaremos estudiar la primera.
Con las Zidres, el gobierno nacional entregará tierras públicas a grandes proyectos económicos, sobre todo, de tipo agroindustrial. Dichos proyectos podrán presentarlos personas naturales o jurídicas, sean nacionales o extranjeras, y empresas asociativas. La Ley exige unos estrictos requisitos de viabilidad financiera, jurídica y administrativa para esos proyectos. Ello implica que sean las personas con grandes capitales quienes puedan postular Zidres.
De facto, el uso de baldíos para Zidres implica que los grandes empresarios adquieran derechos ilimitados como si fueran los dueños de esas tierras, a pesar de que la ley no permite que éstos se queden con los títulos legales de propiedad. Esto es así, pues la ley no fija límites en el tiempo de las Zidres. La norma establece que las Zidres se ejecutarán por el tiempo que dure el proyecto económico respectivo, sin precisar un tope máximo. Así, por ejemplo, si se trata de cultivos permanentes como la teca o la siembra de palma de aceite, la entrega de tierras públicas podría tardar entre 30 y 40 años, que es el tiempo que normalmente se toman esos cultivos. Tendremos que esperar, entonces, a que, en unas 3 o 4 décadas, los trabajadores agrarios tengan el chance de recibir tierras que, probablemente, no estarán en las mejores condiciones para su explotación, debido al desgaste del suelo.
Además, la norma no fija límites en la extensión de las tierras públicas destinadas a esos proyectos. La implementación de las Zidres llevaría a profundizar uno de los males históricos de la tenencia de la tierra en Colombia: su concentración en pocas manos. Esto mina los esfuerzos del Estado para revertir esa acumulación. Mientras que la Ley 160 de 1994 tiene disposiciones que prohíben expresamente que particulares se apropien de grandes extensiones de tierra originalmente adjudicada como baldíos (art. 72), la Ley Zidres lo habilita de hecho.
Por las Zidres, buena parte de los baldíos adjudicables, que son un recurso finito, ya no serán la herramienta principal para que los trabajadores agrarios accedan a la propiedad rural. Por el contrario, un considerable porcentaje de tierras públicas serán explotadas por personas con grandes capitales. Así lo confirman los cálculos del actual Superintendente de Notariado y Registro, Jorge Enrique Vélez: seis millones de hectáreas, aproximadamente, serían destinadas para las Zidres.
Otras proyecciones muestran mayores extensiones de baldíos que podrían ser usados para Zidres. Duarte y Ruiz, en esta entrada publicada en La Silla Vacía, hacen un ejercicio de proyección geográfica, en el que identifican dónde quedarían ubicadas las Zidres y cuántos baldíos podrían dedicarse a esos proyectos porque cumplirían los requisitos de ley. De las 27.541.392 Has de posibles baldíos, entre el 35% (9.504.590 Has) y el 43% (11.855.800 Has) podrían ser usadas para Zidres.
Las cifras son dicientes, aunque no concluyentes. En Colombia, no tenemos certeza de cuántos y cuáles son los baldíos, por lo que hablamos de presuntos baldíos. Según la Superintendencia de Notariado y Registro, los presuntos baldíos podrían alcanzar las 27.541.392 Has. Dentro de esa categoría caben aquellas tierras que: no tienen matrícula inmobiliaria, aparecen como baldíos en los registros públicos, están a nombre del INCODER o de entidades territoriales, fueron registradas por falsa tradición, o fueron adquiridas indebidamente por prescripción adquisitiva de dominio y deben volver al patrimonio del Estado.
Pero, ¿dónde radica el problema si no sabemos a ciencia cierta dónde quedarán las Zidres, ni cuántas tierras se dedicarán a ello y, además, no existe ninguna prohibición normativa para que el Estado permita la agroindustria?
Es cierto que no hay prohibición en la Constitución ni en la ley para que se realicen actividades agroindustriales y para que el Estado adopte medidas con esos fines. Normativamente es, pues, factible que coexista la economía campesina y la economía agroindustrial.
El problema radica en que el Estado dedique a la agroindustria las tierras públicas, cuando la situación de los trabajadores agrarios es precaria –como lo ha sido históricamente-, y permanezca sin adoptar medidas concretas que aseguren la disponibilidad real de baldíos para sujetos de reforma agraria.
En el campo colombiano, los índices de desigualdad y pobreza siguen siendo preocupantes por la ausencia de Estado. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE), para el 2015, la pobreza en el campo alcanzó el 44,7%. En la misma línea, la Misión para el Campo Colombiano advierte que, aunque la pobreza ha disminuido, no se ha logrado construir clase media en el campo y que ésta población que pudo salir de la pobreza se encuentra en el grupo de lo que se conoce como “población vulnerable”, la cual tiene una alta probabilidad de caer nuevamente en la pobreza. De acuerdo con Ana María Ibañez y Juan Carlos Muñoz, para 2010, el 77.6% de la tierra estaba sólo en el 13.7% de los propietarios. El tercer Censo Nacional Agropecuario señala que sólo el 15.9% de los productores del campo tienen maquinaria para sus actividades agropecuarias. Con las Zidres, esos altos porcentajes de población rural que hoy viven en la miseria y sin tierras pierde, en buena parte, la opción de acceder a la propiedad rural.
Ahora, si es tal la situación de pobreza del campo y si el Estado no hace presencia allí, ¿no serían entonces deseables las asociaciones entre personas con grandes capitales y campesinos? Podría pensarse que así las tierras serían eficientes económicamente y los campesinos mejorarían sus condiciones de vida. Si se fija un trato legal equitativo entre empresarios y campesinos, tales asociaciones funcionarían y resultarían beneficiando a éstos.
Pero esos modelos asociativos, en la realidad, son altamente inequitativos para el campesinado. El operador del proyecto económico –grandes empresarios- se convierte en el único proveedor de semillas, insumos, fertilizantes, asistencia técnica y, al mismo tiempo, en el único comprador del producto. Es así como los empresarios tienen el poder de imponer a “sus socios” campesinos los precios de compra y venta distintos a los precios de mercado. Bajo esas estructuras asociativas, los campesinos salen perdiendo la autonomía sobre sus tierras, el producto, el destino y el manejo del crédito. En definitiva, los campesinos pierden su autonomía y capacidad de agencia como sujetos políticos, que son derechos fundamentales según la Corte Constitucional (Sentencias C-623 de 2015 y SU-426 de 2016).
En este contexto, el Estado no tiene medidas específicas que aseguren que el campesinado no será relegado a un segundo plano para priorizar la agroindustria. La ley no prevé, por ejemplo, que por cada Unidad Agrícola Familiar (UAF) que se entregue en Zidres el Estado deba, al mismo tiempo, asegurar otra UAF para sujetos de reforma agraria, de similar extensión y características productivas y ambientales. Una medida de ese tipo ayudaría a reajustar el desbalance que generan las Zidres, como lo sostuvo el profesor Rodrigo Uprimny, en audiencia pública ante la Corte Constitucional del pasado 15 de septiembre.
La ejecución de las Zidres nos devuelve, como un déjà vu, a la imagen del campo de hace más de un siglo que describe el CMH. Hoy, tenemos la oportunidad de evitarlo. La figura de las Zidres fue demandada por varias organizaciones, congresistas y ciudadanos –entre ellos, una de nosotras y Dejusticia participó en el proceso–. La Corte Constitucional tiene entonces la última palabra en este tema.