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Sergio Urrego no se suicidó: lo mataron la discriminación en su colegio, la inacción del Estado y la indolencia de la sociedad en que vivió.

Sergio Urrego no se suicidó: lo mataron la discriminación en su colegio, la inacción del Estado y la indolencia de la sociedad en que vivió.

Con esta conclusión, Mauricio Albarracín, director de Colombia Diversa, pone ante nuestros ojos el espejo de la intolerancia, con sus caras privada, pública y colectiva. En ese espejo roto se reflejará la imagen de Sergio —y nos seguiremos viendo todos nosotros— hasta que sanemos las grietas por las que se cuela la discriminación.

El primer vacío está en el ámbito privado. Muchos colegios siguen funcionando como feudos irregulares, con manuales de convivencia intocados por la Constitución de 1991. Así como el Gimnasio Castillo Campestre acosó a Sergio por un beso —invocando una norma irregular de su manual que prohibía “manifestaciones de amor obscenas, grotescas o vulgares en las relaciones de pareja dentro y fuera de la institución”—, otros envían un claro mensaje discriminatorio que arrincona a quien sea diferente. Una muestra de muchas que circulan estos días por las redes sociales, el manual del colegio bogotano Hijas de Cristo Rey considera como falta “especialmente grave” las “manifestaciones de homosexualismo y/o de lesbianismo”, a renglón seguido de la proscripción de la “prostitución” y de “practicar ritos satánicos, espiritismo, brujería”.

Aunque la Ley de Convivencia Escolar de 2013 prohibió manuales de este tipo y sanciona el matoneo en los colegios, el vacío permanece. Innúmeros colegios evaden la ley, que además regula sólo el matoneo entre estudiantes, y entre estos y profesores. Omite el que pueden cometer las directivas, con sus presiones, sus prejuicios y sus reglas inconstitucionales. Por eso la tutela de la madre de Sergio y Colombia Diversa apunta a sancionar al colegio porque la rectoría habría perseguido al estudiante con el celo que nunca mostró para acogerlo, o siquiera para ofrecer condolencias a sus padres.

¿Dónde estaba el Estado cuando sucedía todo esto? Aquí está el segundo vacío. Con la ley 1482 de 2011, el Estado ha enfrentado la discriminación como tantos otros problemas estructurales: prometiendo cárcel contra unos cuantos infractores, aunque se sepa que el derecho penal es un remedio insuficiente, incluso contraproducente, para patrones sociales arraigados como los de la homofobia o el racismo. El caso de Sergio confirma que la discriminación precisa medidas preventivas y promocionales, más laboriosas que el populismo penal, pero también más eficaces. Probablemente Sergio estaría vivo si la Secretaría de Educación de Cundinamarca hubiese respondido la queja de su mamá contra el colegio; si la Fiscalía no lo hubiese aterrado con una investigación infundada por acoso sexual; si el Ministerio de Educación hubiera revisado los manuales de convivencia; si existiera una línea de atención de urgencia para las víctimas de discriminación; si las autoridades no guardaran sobre la homofobia el mismo silencio del procurador, por lo demás tan elocuente.

¿Y dónde estábamos los ciudadanos? Hundidos en la tercera grieta por la que rodó Sergio, la del desconocimiento y la indiferencia. Por eso, si queda algo alentador de la pérdida, es la movilización social que ha despertado tanto en las redes como en la calle, que se suma a los logros del activismo y el litigio antidiscriminación. Si se sostiene, puede darle un giro decisivo a la percepción y la regulación de la discriminación y el matoneo.

Por cada Sergio visible hay decenas de jóvenes imperceptibles, que sienten que se les acaba el mundo ante la intolerancia en sus colegios. Ahora saben que no están solos.

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