El estadito
Mauricio García Villegas enero 26, 2013
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El presidente de Uruguay, José Mujica, sólo recibe unos mil dólares de sueldo al mes (menos de dos millones de pesos). El resto, que es el 90% de su salario, lo regala para diferentes causas sociales y políticas.
El presidente de Uruguay, José Mujica, sólo recibe unos mil dólares de sueldo al mes (menos de dos millones de pesos). El resto, que es el 90% de su salario, lo regala para diferentes causas sociales y políticas.
El presidente de Uruguay, José Mujica, sólo recibe unos mil dólares de sueldo al mes (menos de dos millones de pesos). El resto, que es el 90% de su salario, lo regala para diferentes causas sociales y políticas.
Esa generosidad es algo admirable y habla bien del talante moral del presidente uruguayo. Pero ni él ni nadie pretende que semejante desprendimiento sea imitado por los demás presidentes, o que donar dinero sea una condición necesaria para ser un buen mandatario. Los servidores públicos no tienen que ser apóstoles del bien o personas dotadas de cualidades morales excepcionales. Nunca lo han sido, no lo serán y, más aún, es poco conveniente pretender que lo sean.
Pero lo que sí tienen que ser es funcionarios honestos, transparentes en sus actuaciones y respetuosos de la Constitución y de las leyes.
En Colombia no sólo estamos lejos de encontrar gobernantes humildes y austeros como Mujica (lo cual, como digo, no necesariamente habla mal de ellos), sino que es muy frecuente encontrar lo contrario, es decir, funcionarios abusivos que utilizan el poder para conseguir más de lo que les corresponde. El barrio más elegante de Quibdó, en donde hay casas enormes y lujosas, se conoce como El Estadito y le dicen así porque es el barrio donde viven los funcionarios que han conseguido plata trabajando con el Estado.
Pero no hay que ir hasta el Chocó para ver eso. Los congresistas, en Bogotá, se idearon en 1992 un régimen pensional que les permite, a diferencia del resto de los colombianos, pensionarse con el 75% del salario promedio del último año, cuando el resto de los mortales se pensiona con el promedio del salario de los diez últimos años. El resultado de este privilegio, luego extendido a los magistrados de las altas cortes, es que los colombianos tenemos que financiar algo así como el 80% de sus pensiones. Es el mundo al revés: la gente del común pagando el bienestar de los funcionarios ricos, con base en una ley ideada, interpretada y aplicada por ellos mismos.
Ese régimen excepcional de pensiones fue concebido con la complacencia de todos los poderes públicos: lo propuso el presidente César Gaviria para calmar a los congresistas que estaban rebotados por la revocatoria del mandato; los congresistas, ni cortos ni perezosos, lo convirtieron en ley, y luego, los jueces y los organismos de control (con el exconsejero Alejandro Ordóñez a la cabeza), o se quedaron callados o tomaron las decisiones judiciales para reforzar los privilegios que les otorgaba el sistema. Hoy pretenden que esos privilegios adquiridos sean derechos, con independencia de la enorme inequidad que generan; como si la equidad no tuviera nada que ver con el derecho.
A pesar de dos siglos de vida republicana no hemos podido erradicar esa nefasta costumbre institucional que consiste en utilizar el poder para obtener beneficios propios. El presidente Uribe hizo una reforma constitucional para reelegirse y lo consiguió; el procurador interpreta la ley para acrecentar su cada vez mayor poder político y la reforma a la justicia del año pasado estuvo a un pelo de consagrar beneficios exorbitantes para los congresistas y magistrados que diseñaron esa reforma. Si un presidente, un congresista o un magistrado creen en la conveniencia de una reforma de la cual ellos son los primeros favorecidos, lo que deben hacer es proponer dicha reforma para sus sucesores, no para ellos mismos.
Nadie les está pidiendo a los altos funcionarios del Estado que sean santos, o magnánimos como José Mujica. Sólo se les pide que no sean manilargos con los dineros públicos.
Es una lástima que en este país el debate público se reduzca a una petición tan absolutamente elemental.