El Estado de la paz
Nelson Camilo Sánchez Enero 2, 2016
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Después del guayabo de la fiesta del fin de año, y de la celebración de la posesión de algunos, hoy se despiertan con tareas a cuestas quienes por los próximos cuatro años liderarán los destinos del país en el ámbito regional. Una de ellas será hacer que sea posible promover paz tras un acuerdo con las guerrillas.
Después del guayabo de la fiesta del fin de año, y de la celebración de la posesión de algunos, hoy se despiertan con tareas a cuestas quienes por los próximos cuatro años liderarán los destinos del país en el ámbito regional. Una de ellas será hacer que sea posible promover paz tras un acuerdo con las guerrillas.
Su función es trascendental: ni el acuerdo, incluso ni el desarme de la insurgencia, nos llevará a una cultura de paz si no enfrentamos nuestros déficits institucionales históricos. Como dice Mauricio García, a medida que uno se aleja del centro del país, el Estado de derecho en Colombia se va evaporando hasta desvanecerse completamente en las regiones más apartadas. Hacer la paz requiere la construcción de Estado ladrillo a ladrillo.
Es allí donde las nuevas administraciones juegan un papel indelegable. El conflicto se ha vivido a lo largo y ancho del país, pero ha arreciado en unas zonas específicas (que generalmente coinciden con aquellas más atrasadas en institucionalidad). Esas zonas en donde prioritariamente se debe intervenir están ya identificadas. El estudio “Capacidades Locales para la Paz”, de la Fundación Ideas para la Paz, debería estar en la selección de lecturas de estas nuevas administraciones. Allí se encuentra un panorama detallado de cuatro regiones, pero sus conclusiones y recomendaciones podrían ser muy útiles para otras zonas.
Priorizar las regiones significa transformar el enfoque de intervención actual. Hasta ahora la estrategia se ha acaballado en una ambiciosa política de víctimas acompañada con medidas muy tímidas de política social. Los resultados han sido importantes, pero poco transformadores: inercias institucionales se han convertido en muros de contención de la política de víctimas, como lo muestran las dificultades para la materialización de fallos de restitución de tierras.
Debemos usar un enfoque distinto. Voltear la mesa patas para arriba. En estas regiones, el enfoque dominante debería ser el de desarrollo humano territorial y participativo con miras a la inclusión productiva de la población, acompañado con una política de víctimas. Esto, a partir de un sistema que incentive los esfuerzos locales de construcción de Estado y que potencie las agendas y los procesos organizativos de los actores más golpeados, para empezar así a combatir las mafias que tienen capturado al Estado local.
Pero la tarea no solo involucra a alcaldes de los municipios apartados y sitiados por la guerra. Los centros urbanos, en donde hoy reside el mayor porcentaje de la población del país, son clave para que esto suceda. Si las grandes ciudades siguen creyendo que sus únicos problemas son la congestión vehicular y los atracadores de esquina, estamos fundidos.
La ignorancia de las ciudades frente a las lógicas del conflicto en las regiones, así como su indolencia frente a la pauperización del campo, han sido factores determinantes para llegar al punto en el que estamos. Y como dice Álvaro Sierra, la gran mayoría de las decisiones que se tomarán sobre quienes han sido afectados directamente por ese conflicto y pobreza serán tomadas por los núcleos urbanos, empezando por el plebiscito refrendatorio de los acuerdos.
Una enorme responsabilidad recae en las administraciones de estos centros urbanos para la transformación de esa injusta relación “centro-periferia”. Quienes habitamos las ciudades debemos relacionarnos de mejor manera con nuestro entorno. Debemos entrar en una relación simétrica, de doble vía.
Mucho por hacer y mucho por pensar para los próximos planes locales de desarrollo.